Por: Hugo Bouter
«Levántate, sube a Betel...» Génesis 35:1
«Yo me alegré con los que me decían: ¡A la casa de Jehová iremos!» Salmo 122:1
Prólogo
Los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob permanecen muy alejados de nosotros. Los sucesos que ahora hallamos en el libro del Génesis ocurrieron hace más de treinta y cinco siglos. ¿Con quiénes de estos tres nos sentimos más identificados? Admiramos a Abraham, padre de todos los creyentes, pero también sentimos un gran respeto por Isaac, el hombre de una confianza quieta en Dios. Ciertamente no nos atreveremos a compararnos con el uno o el otro.
Pero Jacob es mucho más como nosotros somos. Con él nos identificamos fácilmente: continuamente ideando nuestros planes para finalmente postrarnos a los pies de Dios. Así es, por ejemplo, la manera como Dios se esfuerza para conseguir Sus propósitos para sus hijos. Observamos todas y cada una de estas cosas en la vida de Jacob y las reconocemos también en nuestras propias vidas.
Sin embargo, Dios soluciona los problemas con Jacob. Finalmente consigue traerlo de nuevo a Betel, la casa de Dios, el lugar de comunión con Dios. Incluso con un hombre obcecado como Jacob, Dios consigue Sus propósitos. ¡Qué ánimo tan enorme para nosotros! Jacob es un monumento de la obra del Espíritu Santo en el creyente. Dios puede operar en nuestras vidas como lo hizo en la vida de Jacob.
Introducción
Dios quiere habitar con el hombre
El deseo de Dios es revelarse al hombre y tener comunión con él. Él desea habitar con el hombre. Dios es el Dios de Betel, el Dios de Su casa, porque Betel significa casa de Dios. Dios tiene en la tierra una morada en la cual habita y se revela a aquellos que se acercan a Él.
¿Cómo es eso posible? Si Dios es un Dios santo, ¿cómo puede habitar con los hijos pecadores de hombres? En realidad, esto no sucede como en el curso ordinario de las cosas. Dios no puede tolerar el pecado y es imposible que un pecador se acerque a Su presencia. Después de su pecado, Adán y Eva fueron expulsados de la presencia de Dios. ¿Cómo podían sus descendientes, que llevaban la imagen de sus padres pecadores, aventurarse a acercársele?
El hombre sólo puede acercarse a Dios sobre una base justa que satisface las exigencias santas de Dios y cubre las necesidades del hombre como pecador. Esta base la establece la muerte de un sustituto, un cordero inocente para el sacrificio que ocupa el lugar del pecador culpable. Sobre esta base, Abel se acercó a Dios y Él le respetó. Sobre esta misma base Noé se acercó a Dios, que olió el dulce aroma –o fragancia de reposo– de su ofrenda, y respetó a Noé y a su familia. Los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob también edificaron altares para ofrecer sus sacrificios a Dios.
Él habita con un pueblo redimido
Pero hay algo más: Dios sólo puede habitar con un pueblo liberado de la esclavitud, como leemos en el libro del Éxodo. Dios condujo a Su pueblo con brazo fuerte fuera de Egipto, donde vivían en esclavitud, para apartarlos para Él y habitar en medio de ellos. Únicamente tras su liberación del poder del enemigo, los israelitas pudieron servir a Dios, y Él pudo establecer Su santuario en medio de ellos. Así, Dios poseía una casa en la tierra, en el cual habitar.
Sin embargo, el santuario en mitad de Su pueblo Israel era sólo una figura de la casa que Dios posee ahora en la tierra. Cristo vino como el Cordero de Dios, cuyo sacrificio cumplió todo el servicio de sombras del Nuevo Testamento. Sin duda alguna, Él satisfizo todas las exigencias de Dios, y Su obra consumada es la base sobre la cual Dios puede habitar con y en los suyos –véase Juan 14:37. Como cristianos, somos ahora miembros de la familia de Dios –Ef. 2:19–, tenemos acceso al Padre por el Espíritu –Ef. 2:18; 3:12–, y somos verdaderos adoradores que adoran al Padre en espíritu y en verdad. –Juan 4:23.
Las experiencias de Jacob con la casa de Dios
¿Qué nos aporta la historia de Jacob en este contexto? Mucho, porque Dios dijo a Jacob, al patriarca del pueblo de Israel, que quería tener un lugar de morada en la tierra. Se dio a conocer a Jacob como el Dios de Betel, el Dios de la casa de Dios. Dios quería bendecir a Jacob y habitar con él... ¡y permitió que Jacob habitara también con Él!
No obstante, Jacob no entendió al principio casi nada. La presencia de Dios le asustó y abandonó el lugar donde Dios habitaba. Se dispuso a hacer un largo viaje, alejándose de la casa de Dios. Durante muchos años vivió alejado de Betel, pero al final Dios intervino y le trajo de vuelta otra vez. No fue cosa fácil, ya que supuso muchas experiencias dolorosas. Finalmente, esta disciplina sirvió para el bien de Jacob, que le llevó de vuelta a la presencia de Dios.
Por este motivo, las experiencias de Jacob con la casa de Dios descritas en Génesis 28-35, significan mucho para nosotros. Nos muestran que Dios debe tomarse grandes molestias para llevar a un creyente al lugar donde Él habita. También nos enseñan que Dios tiene mucha paciencia con un creyente para hacerlo apto para Su presencia de manera práctica, a fin de que pueda acercarse como adorador.
La vida de Jacob está repleta de lecciones espirituales para todos, en lo tocante a nuestro comportamiento en la casa de Dios, que es la Iglesia del Dios vivo. Nuestro objetivo principal será meditar en este pensamiento, aunque consideraremos también el significado profético de estas experiencias para Israel como nación. Intentemos aprender, como cristianos, de estos capítulos de las Escrituras. «Pues lo que fue escrito anteriormente fue escrito para nuestra enseñanza, a fin de que por la perseverancia y la exhortación de las Escrituras tengamos esperanza» –Rom. 15:4.
Cristo, La Piedra Viva
Génesis 28
La Roca de la salvación
Al encontrarnos con Jacob en Génesis 28, vemos que huyó de la presencia de su hermano Esaú, a quien había engañado. Jacob le arrebató su primogenitura y su bendición, y estaba dispuesto a cumplir la promesa de Dios de que el mayor serviría al menor. Pero rehusó esperar que Dios dispusiera el momento. Como resultado, recogió el fruto de las semillas de celos que había sembrado, teniendo que huir de su hermano porque quería matarle.
Mientras iba de camino, halló un lugar de descanso sobre una piedra: «Llegó a un cierto lugar y durmió allí, porque ya el sol se había puesto. De las piedras de aquel paraje tomó una para su cabecera y se acostó en aquel lugar» –v. 11.
En seguida podremos trazar un paralelo entre Jacob y el pueblo de Israel. Jacob halló descanso sobre esta piedra, y la nación que descendería de él hallaría reposo en el Señor, su Roca, su Amparo y su Refugio –Sal. 61:2,3; 62:2,6-8. Sin embargo, abandonaron a la Roca de su salvación y le provocaron a celos con sus dioses extranjeros –Deut. 32:4-18. También rechazaron a su Mesías, la Piedra en la que debían depositar su fe –Isa. 28:16. No le recibieron, pero la Piedra que los edificadores rechazaron se ha convertido en cabeza del ángulo. Esto era obra de Jehová, cuya maravilla nos deja asombrados. –Sal. 118:22,23; Mat. 21:42-44; Hech. 4:10-12; 1 Ped. :4-7.
Cristo fue despreciado y rechazado por el hombre, pero honrado por Su Dios y Padre, ya que Dios ha ensalzado a la Piedra rechazada y le ha dado el lugar más relevante en el templo espiritual de Dios, Su lugar de morada actual. Esta morada de Dios se compone de todos aquellos que vienen a Cristo con fe y hallan descanso en Él, ya que ofrece el verdadero descanso a todos los que se le acercan –Mat. 11:28–.
De esta manera, Él se ha convertido en la Piedra principal del Ángulo del lugar de morada del Dios vivo –Ef. 2:20-22. Cuantos vienen a Él con fe, pueden decir:
En Cristo la salvación reposa firme;
En la Roca de los siglos que resiste;
No puede la fe ser abatida
Que reposa en la «Piedra Viva»
El Señor resucitado, Cristo, la Piedra viva, es el lugar de descanso para todos los Suyos. Dios mismo contempla con satisfacción a la Persona y obra de Cristo, quien le glorificó plenamente en la cruz del Calvario. Y es sólo en la base de esta obra consumada que Dios convida al hombre a venir a Cristo, para que halle su paz eterna.
Esta invitación no se pretende sólo para el remanente fiel de Israel, sino que abarca también a las naciones. Si trazamos luego un paralelo entre Jacob y su descendencia con relación a Cristo, la Piedra Viva, no llega únicamente a Israel. En la dispensación actual, en la que nuestro Señor Jesucristo ha sido rechazado por Su pueblo terrenal, Él ofrece el verdadero reposo a todos los que vienen a Él, ya provengan de Israel o de las naciones.
Sobre esta Roca edificaré mi Iglesia
Todas estas personas que vienen a Jesús con fe, sean de Israel o de las demás naciones, son añadidas a la casa de Dios como piedras vivas. El tabernáculo del Antiguo Testamento, y más tarde el templo, servían como figura de esta casa espiritual, ya que la sustancia, la realidad plena de estas cosas, ha venido con Cristo –Col. 2:17.
Por lo tanto, nuestro Señor describe este templo verdadero de Dios como la casa que se fundamentaría en Él como Hijo del Dios vivo. Esto lo hallamos en el Evangelio según Mateo, que nos describe al Señor como el Mesías rechazado. Pero a pesar de Su rechazo, continuó siendo el Cristo, el Hijo del Dios vivo, que iba a derrotar a la muerte y a salir victorioso del sepulcro. Cuando Pedro le confesó con estos términos, Jesús le contestó diciendo: «Y yo también te digo que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré Mi Iglesia, y las puertas del Hades no la dominarán» –Mat. 16:16-18.
La Iglesia es el resultado de la muerte de Cristo y de Su resurrección. La Iglesia del Dios vivo se edifica en el Hijo del Dios vivo, y se compone de piedras vivas que participan de Su vida, de pecadores muertos por naturaleza pero vivificados por Él e integrados en el templo de Dios. Pedro era una de estas piedras vivas que deben su vida a Cristo la Roca. Jesús le llamó Pedro, es decir, «piedra». Le dio una vida nueva y un nombre nuevo. Pedro evoca en su primera epístola estos sucesos al hablar de la Piedra escogida, y de las muchas piedras vivas que vienen a Él y son edificadas una casa espiritual –véase Mat. 16:18; Juan 1:43; 5:21; Ef. 2:5,21; 1 Ped. 2:4,5.
La Iglesia o Asamblea es el lugar de morada actual de Dios. Se ha edificado en Cristo, el Hijo del Dios vivo, que ha erradicado la muerte y ha sacado a la luz la vida y la inmortalidad. No se podía edificar hasta que Cristo no hubiera consumado la obra de la redención y con la cual hubiese puesto un fundamento adecuado para el templo del Dios vivo. Solamente tras la venida del Hijo de Dios y de nuestra unión en Su muerte y resurrección, Dios podía habitar realmente con los hombres y en ellos.
Una Roca ofensiva
Pero existe otro aspecto más: la Piedra no es sólo una Roca de salvación para los que creen, sino también una ofensa a los que continúan en su incredulidad. Para los que desobedecen todavía a la palabra, Él es una Piedra de tropiezo y una Roca ofensiva –1 Ped. 2:7. El Señor ya lo había anunciado en los evangelios. La piedra rechazada se ha convertido en la piedra principal del ángulo de la casa de Dios. Quienquiera que tropiece con ella será desmenuzado, porque se acerca el tiempo en que Él se echará sobre Sus enemigos, y los reducirá al polvo –Mat. 21:40-45; Luc. 20:16-19.
Esto nos recuerda la escena que describe el profeta Daniel al descifrar el sueño de Nabucodonosor –Dan. 2. Los reinos del mundo serán aplastados juntos por una Piedra no cortada de manos, que destituirá estos reinos y llenará toda la tierra. Cristo está esperando ahora a la diestra de Dios hasta que todos Sus enemigos sean puestos por estrado de Sus pies. Cuando aparezca de repente Cristo, sin que el hombre tenga que ver en absoluto en Su aparición, juzgará a Sus enemigos y establecerá un reino eterno, del cual Él mismo constituirá el gran Centro glorioso.
Luego se reconocerá Su autoridad en todos los lugares. Todas las cosas se reunirán en una bajo Cristo –Ef. 1:10. Entonces, también el remanente fiel de Israel hallará descanso en Él, en la Piedra que se pone en Sión como fundamento sólido –igual que Jacob el patriarca halló descanso en la piedra que colocó a su cabecera en Betel.
En resumen, las enseñanzas de las Escrituras concernientes a la Piedra viva nos hacen distinguir los cuatro aspectos siguientes:
- Es el lugar de descanso para cuantos vienen a Él con fe.
- Él es la piedra del fundamento de la casa de Dios, la Iglesia del Dios vivo sobre quien es edificada.
- Para los que le rechazan, no obstante, y en especial para la gran masa incrédula de Israel, es una piedra de tropiezo y una Roca ofensiva con la que tropiezan y caen.
- Como piedra, Él se echará sobre Sus enemigos al término de este siglo. Los desmenuzará a todos y será luego el Centro reconocido del reino milenial.
Estas consideraciones nos llevan hasta la siguiente experiencia de Jacob: la escalera que vio colocada sobre la tierra, con su extremo que llegaba al cielo. Esta escalera es una referencia profética a los tiempos de la restauración de todas las cosas, al reino venidero de nuestro Señor Jesucristo.
La Escalera Que Llega Al Cielo
Génesis 28
Veréis el cielo abierto
Tras empezar a dormirse, Jacob soñó algo muy especial: «Y tuvo un sueño: vio una escalera que estaba apoyada en tierra, y su extremo tocaba en el cielo. Ángeles de Dios subían y descendían por ella» –v.12. En su sueño, los cielos estaban abiertos. Observó una relación entre el cielo y la tierra, una escalera por la cual descendían y ascendían ángeles.
Esta visión tiene un profundo significado profético, porque nuestro Señor ya se refirió a ella en Juan 1. Cuando Natanael le reconoció como el Hijo de Dios omnipresente y omnisciente, el legítimo Rey de Israel, Él le contó que vería cosas mayores que éstas. Estas glorias tenían que ver con el pueblo de Israel. Pero había cosas todavía más excelentes. Jesús le prometió: «Desde ahora veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios que subiendo y bajando sobre el Hijo del hombre» –Juan 1:48-51. La gloria de Cristo como Hijo del Hombre supera Su majestad como Rey de Israel, ya que será como Hijo del Hombre que dominará sobre todas las obras de la mano de Dios y ejercerá poder universal. De este modo fue coronado con gloria y honor a la diestra de la majestad en las alturas.
Natanael le llamó el Hijo de Dios, el Rey de Israel. Como el Mesías de Israel, Él poseía estas cualidades, porque era Aquel que por decreto divino fue hecho rey sobre el monte santo de Sión –Sal. 2:6ss. El salmo 2 habla de los consejos inalterables de Dios concernientes a este asunto. Aunque Su propio pueblo y las naciones rechazaron al Mesías, el decreto de Dios permanecerá, y Su rey ungido reinará finalmente sobre Sión. Desde allí se extenderá su reino hasta los confines de la tierra.
La gloria de Cristo como Hijo del Hombre remite a cosas mayores que Sus derechos mesiánicos en la tierra, porque poseyendo tal nombramiento, Dios le ha ensalzado a Su diestra en el cielo y le ha designado sobre todas las obras de las manos de Dios. Como Hijo del Hombre, es heredero de la creación entera, de todo cuanto Dios quiso dar al hombre. Éste es el carácter que se le atribuye en el salmo 8, donde se nos habla del designio de Dios para con el hombre –un designio que, a consecuencia del fracaso del primer hombre, tiene que cumplirse en Cristo, el segundo Hombre del cielo.
Ángeles de Dios ascendiendo y descendiendo sobre el Hijo del Hombre.
Todo ello será visible para todos en el reino venidero, del cual Cristo será el centro glorioso. Los ángeles, esos poderosos siervos de Dios, rendirán entonces homenaje al Hijo del Hombre y llevarán a cabo Sus mandamientos. Ellos servirán al segundo Hombre y al Señor del cielo, a quien se le ha conferido toda autoridad tanto en el cielo como en la tierra.
Del mismo modo, los ángeles le sirvieron en Su humillación, ya que el Señor dijo que «en adelante» (V.M.) iba a ser el objeto del ministerio de los ángeles –Juan 1:51. Los ángeles le vieron –1 Tim. 3:16. Cuando padeció la tentación en el desierto, unos ángeles le ministraron –Marcos 1:13. Un ángel del cielo se le apareció en Getsemaní y le fortaleció –Lucas 22:43. Unos ángeles ministraban en el sitio donde habían depositado su cuerpo –Lucas 24:4 y ss.
Cuando el Hijo del Hombre venga en Su gloria, vendrán entonces todos los santos ángeles con Él –Mat. 25:31–. Él será el objeto visible de su ministerio. Ascenderán para llevar a cabo sus órdenes y descenderán sobre Él para recibir nuevas, ya que entonces se dará públicamente al Hijo del Hombre toda la autoridad –véase Dan. 7:13,14; Juan 5:27; Apoc. 1:13; 14:14.
Cristo reinará como Hijo del Hombre en representación de Dios el Padre. Tendrá dominio sobre todas las obras de las manos de Dios. El reino milenial será el reino de nuestro Dios y de Su Cristo –Ef. 5:5; Apoc. 11:15–. El Rey ungido de Dios deberá reinar hasta que todos sus enemigos se hayan postrado a Sus pies. Luego vendrá el fin, cuando Él entregará el reino a Dios el Padre para que Dios sea todo en todos –1 Cor. 15:24-28.
Cuando Cristo reine, la Iglesia reinará con Él. Nosotros somos Su cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo. También somos la esposa de este Hombre glorificado, una ayuda idonea para Él durante Su reinado sobre todas las cosas.
Los ángeles serán los ministros voluntarios del Hijo del Hombre, que procurarán que se haga la voluntad de Dios en la tierra y en el cielo. La oración del Señor se cumplirá –Mat. 6:10– y los cielos y la tierra armonizarán juntos. El Primogénito sobre la creación tomará públicamente el lugar al cual tiene derecho, y los ángeles le adorarán –Col. 1:15,16; Heb. 1:6.
De hecho, la escalera que vio Jacob, así como los ángeles que subían y bajaban, indican el tiempo de la restauración de todas las cosas, cuando todo será dispuesto conforme a la orden divina –Hech. 3:19-21. Aun así, el significado de esta escalera no está reservado para el futuro, cuando todas las cosas serán sometidas ante todos al Hijo del Hombre. Para la fe, el cielo ya permanece ahora abierto y manifiesta que existe una unión patente entre éste y la tierra. Con nuestros ojos de la fe podemos penetrar ahora dentro de unos cielos abiertos y ver allí a Jesús, coronado de gloria y de honra –Heb. 2:9; 3:1.
Veo los cielos abiertos
En el tiempo actual, cuando el Hijo del Hombre está glorificado a la diestra de Dios, ésta es nuestra posición como creyentes: atisbamos dentro del cielo y allí vemos, por el poder del Espíritu, a un Hombre glorificado.
El libro de los Hechos nos ofrece un maravilloso ejemplo de esta verdad. Esteban, el mártir, seguidor fiel del Cristo rechazado en la tierra, miró lleno del Espíritu Santo al cielo y vio la gloria de Dios, y a Jesús que estaba a la diestra de Dios. Dijo entonces: «Veo los cielos abiertos, y al Hijo del hombre que está a la diestra de Dios» –Hech. 7:56. El Espíritu iluminó sus ojos para que mirase dentro del cielo.
Cuando Jesús recibió la glorificación, descendió el Espíritu Santo del cielo. Asimismo dirige nuestra mirada hacia arriba para que miremos que Jesús ha ocupado Su lugar a la diestra de Dios. Por el Espíritu, contemplamos la gloria de Cristo. Tenemos así una unión con nuestro Maestro, a quien el cielo debe recibir hasta el tiempo de la restauración de todas las cosas. El Espíritu le glorifica, porque toma de lo que es Suyo y nos lo revela a nosotros –Juan 16:13-15.
Esto produce una verdadera unión con el cielo. El Espíritu Santo nos une con nuestra Cabeza allá arriba y nos enseña las cosas profundas de Dios; nos lleva a un lugar donde tenemos libre acceso a Dios.
Tenemos acceso al Padre por un Espíritu. Tenemos confianza para entrar en el lugar santísimo, para decir con Jacob «no es otra cosa que casa de Dios y puerta del cielo» –Gén. 28:17.
Jesús, como antecesor nuestro, ha entrado en el santuario celestial. Poseemos la esperanza firme y segura de que pronto le seguiremos con cuerpos gloriosos –Heb. 6:18-20. Mientras, le seguimos por fe, porque tenemos la confianza de entrar en el lugar santísimo con la sangre de Jesús. Damos honra y servicio a nuestro Dios como compañía de sacerdotes e hijos en su divina presencia, hasta que Él realmente nos lleve a la gloria –Heb. 10:19-22.
Aclaremos el significado profético de la escalera que Jacob vio apoyada en la tierra. Nos muestra al Hijo del Hombre como el Objeto de satisfacción de Dios y del ministerio de los ángeles en la tierra. No hay que olvidar que los cielos se abrieron para Él en Su caminar terrenal al poco de ser bautizado. Los ángeles también le ministraron en la tierra. El motivo por el que ahora vemos, por fe, al Señor en el cielo, es que fue rechazado por los terrestres. Fue elevado de la tierra.
No obstante, se acerca el tiempo cuando el Hijo del Hombre aparecerá en gloria en esta misma tierra que le rechazó. Todavía espera a la diestra de Dios, pero a Su regreso los hombres y los ángeles por igual le colmarán de honores ante todo el mundo. Luego los cielos satisfarán la tierra, sujeta todavía a su futilidad –Os. 2:21. Más tarde, toda la creación será aliviada del yugo de la corrupción a la libertad gloriosa de los hijos de Dios bajo el bendito gobierno del Hijo del Hombre –Rom 8:21.
Primera Revelación En Betel
Génesis 28
Yo te bendeciré
Dios abrió los cielos a Jacob a fin de revelársele: «Jehová estaba en lo alto de ella y dijo: Yo soy Jehová, el Dios de Abraham, tu padre, y el Dios de Isaac; la tierra en que estás acostado te la daré a ti y a tu descendencia. Será tu descendencia como el polvo de la tierra, y te extenderás al occidente, al oriente, al norte y al sur; y todas las familias de la tierra serán benditas en ti y en tu simiente, pues yo estoy contigo, te guardaré dondequiera que vayas y volveré a traerte a esta tierra, porque no te dejaré hasta que haya hecho lo que te he dicho» –vv. 13-15.
Es sorprendente que Dios no atribuyera ninguna culpa a Jacob acusándole por sus malas acciones hacia su hermano y su padre. No leemos más que promesas de bendición. Dios dejó que Jacob mirara a los cielos abiertos a fin de mostrarle todas las riquezas que había guardado para él. En vez de proferir juicio y encender su cólera contra él, Dios reveló toda Su gracia, todos los designios que se había propuesto ofrecer a Jacob y a su descendencia. Por eso, el cumplimiento de estas bendiciones no dependía de las buenas acciones del hombre, sino de la fidelidad inmutable de Dios. Sin embargo, esta revelación de la bondad de Dios hacia Jacob pretendía hacerle ver cuán equivocado estaba y de qué manera tenía que juzgarse en sus caminos.
Se distinguen cuatro promesas de bendición en estos versículos: la promesa de la tierra, la promesa de la bendición para los descendientes de Jacob, la de bendición para todas la familias de la tierra, y, finalmente, la promesa de la protección de Dios y del regreso de Israel a su tierra. Todas ellas eran irrevocables, incondicionales y divinas –véase Rom. 11:29. Eran una continuación de las promesas que se hizo a Abraham y a Isaac. Cuando el Mesías, el Hijo de David, el Hijo de Abraham, reine, tendrán luego su cumplimiento final.
La promesa de la tierra
Esta promesa corroboraba las otras hechas a Abraham –Gén, 12:7; 13:14-17; 15:7-21; 17:8– y a Isaac –Gén. 26:2-4. Cuatro veces se hace esta promesa a Abraham, pero la tercera es sobre todo interesante para el asunto que nos ocupa. Aquí se concretan los límites de la tierra prometida «desde el río de Egipto hasta el río grande, el río Éufrates» –Gén. 15:18.
Hallamos una promesa semejante en Deuteronomio 11. Si Israel guardaba celosamente todos los mandamientos de Dios, su territorio se extendía «desde el río Éufrates hasta el mar occidental» –Deut. 11:22-24. En Deuteronomio 19 hay otra referencia clara: «Y si Jehová, tu Dios, ensancha tu territorio, como lo juró a tus padres, y te da toda la tierra que prometió dar a tus padres, siempre y cuando guardes todos estos mandamientos que yo te prescribo hoy para ponerlos por obra...» –vv. 8,9.
Pero como el pueblo no llegó a guardar los mandamientos de Dios, nunca poseyeron toda la tierra, salvo en el corto período de tiempo del reinado de Salomón. Él gobernó sobre todos los reinos desde el río hasta la tierra de los filisteos, hasta donde alcanza la frontera de Egipto –1 Reyes 4:21,24. Después del regreso de Cristo, figura del verdadero Salomón, la promesa incondicional de la tierra a los patriarcas tendrá entonces un total cumplimiento.
La promesa de bendición para los descendientes de Jacob
Los descendientes de Jacob habían de ser «como el polvo de la tierra». Debían «extenderse al occidente, al oriente, al norte y al sur» –v. 14a–. Nadie podía contar el polvo de la tierra, y del mismo modo nadie podía contar la descendencia de Abraham –Gén. 13:16.
Esta promesa se confirmaba ahora a Jacob. Balaam usó la misma figura cuando Dios le mandó bendecir a Israel: «¿Quién contará el polvo de Jacob?» –Núm. 23:10–. Salomón, al solicitar sabiduría, reconoció que Dios le hizo rey «sobre un pueblo numeroso como el polvo de la tierra» –2 Crón. 1:9. Además de la idea de abundancia, esta figura del polvo de la tierra sugiere la idea de transitoriedad –Gén. 3:19; 2 Sam. 22:43; 2 Reyes 13:7.
Éste es uno de los tres tipos que se usan en las Escrituras para indicar cuán numerosos serían los descendientes de los patriarcas. Los otros dos son: «la arena que está a la orilla del mar» y «las estrellas del cielo» –Gén. 22:17. Tal vez la expresión «la arena que está a la orilla del mar» se refiera a la posición bendita de Israel con respecto a las naciones –los mares agitados–, lo cual quedará comprobado plenamente en el milenio. Pero la expresión «las estrellas del cielo» es evidente que se refiere a la descendencia celestial. Deben recordarnos, pues, a los santos del Antiguo Testamento de Israel, así como a los santos del Nuevo Testamento tanto de Israel como de las naciones. La Iglesia se compone de los santos celestiales reunidos por el Espíritu Santo, de los judíos y de los gentiles por igual, unidos con Cristo en el cielo.
La promesa de bendición para todos los pueblos
Llegamos ahora a la tercera promesa: la bendición para todas las familias de la tierra –v. 14b–. Israel iba a ser su medio, especialmente el Mesías, la Simiente de la promesa que brotaría del pueblo de Israel. La promesa de bendición para todas las naciones de la tierra ya fue hecha a Abraham en Génesis 12:3 –véase también Gén. 18:18–, y se reiteró después de ofrecer a su único hijo Isaac –Gén. 22:18.
No obstante, había el deseo explícito de que esta bendición fuera cumplida en su estirpe: «En tu simiente serán benditas todas las naciones de la tierra, por cuanto obedeciste a mi voz» –Gén. 22:18. Según Gálatas 3:16, esta simiente es Cristo. En Él todas las promesas de Dios son Sí y Amén –2 Cor. 1:20. La promesa de Abraham ha alcanzado en Él a todas las familias de la tierra, es decir, a todos los que son justificados según el ejemplo de Abraham –véase Rom. 4:16ss.
Esta promesa es muy importante para el final del tiempo, cuando desde Sión serán bendecidas todas las naciones. Subirán a la montaña de Jehová y caminarán en Sus caminos. «Porque la tierra será llena del conocimiento de Jehová, como las aguas cubren el mar. Acontecerá en aquel tiempo que la raíz de Isaí, la cual estará puesta por pendón a los pueblos, será buscada por las gentes; y su habitación será gloriosa» –Isa. 11:9,10.
La promesa del regreso de Israel a la tierra
Como es natural, la última promesa del regreso de Israel a la tierra prometida guarda una estrecha relación con las otras tres promesas. Sobre todo aquí, Jacob es el representante de su descendencia. Como Jacob, su descendencia sería deportada de la tierra por causa de sus pecados, pero al final del tiempo Dios restaurará su suerte, dado que Sus promesas a los patriarcas son irrevocables.
Los profetas testifican de este regreso a la tierra una y otra vez, incluso Moisés, que se refirió a ello mucho tiempo antes –Lev. 26; Deut. 30. Sin embargo, estas promesas de bendición y restauración implican una renovación interior, es decir, la circuncisión del corazón del pueblo. El regreso exterior va unido a un regreso interior hacia Dios y el Mesías, a quien han despreciado durante tanto tiempo. Es evidente que el regreso actual de los judíos incrédulos no supone el cumplimiento total de esta profecía.
Las profecías del regreso a la tierra, aluden con frecuencia a todo el pueblo, a las dos y las diez tribus –Isa. 11:11ss; 43:5,6; Jer. 3:18; 16:15; 30-33; Ezeq. 37:16ss. El regreso del remanente de las dos tribus de Babilonia, fue sólo un cumplimiento parcial de estas profecías. Zacarías profetizó después del cautiverio babilónico, y nos explica que tanto la casa de Judá como la de José –el reino de las diez tribus– regresarán de la diáspora –Zac. 10:6-12.
En cuanto al remanente fiel del pueblo, su regreso habrá de ser puesto en oración. Es sorprendente que en tiempos de David, incluso, los cantores levitas finalizaban sus cánticos de acción de gracias así: «¡Sálvanos, Dios, salvación nuestra! Recógenos y líbranos de las naciones, para que confesemos tu santo nombre, y nos gloriemos en tus alabanzas» –1 Crón. 16:35. En la dedicación del templo, Salomón concluye su oración suplicando por el regreso del exilio –2 Crón. 6:36-39.
Esta súplica para el regreso a la tierra se encuentra también en los Salmos. El salmo 106 acaba con las mismas palabras con que los cantores levitas finalizaban su cántico. El 107 es un cántico de acción de gracias de los redimidos de Jehová, porque Él los congregó fuera de las tierras, del oriente y del occidente, del norte y del sur –vv. 1-3. Los cánticos de ascensión hablan también del regreso futuro a Sión, especialmente el Salmo 126. Jehová da libertad a los cautivos, y congrega a todos los proscritos de Israel –Sal. 146:7; 147:2.
Nos referiremos ahora al Nuevo Testamento, a Mateo 24:31 y Apocalipsis 7:1-8. No todo el pueblo de Israel se reunirá en conjunto. La mayoría incrédula será juzgada al regreso de Cristo, pero los escogidos serán reunidos desde los cuatro vientos, desde un extremo del cielo hasta el otro. Éstos serán sellados y resguardados del juicio.
En efecto, vemos en este capítulo a Jacob como el representante del pueblo de Israel, lo cual es una práctica común en las Escrituras. Cuando Jacob bendijo a sus hijos, los consideró portavoces de las tribus que generarían, y habló de su lejano porvenir –Gén. 49:1. Realmente, éste es el objeto de la profecía, una bendición final del pueblo en la tierra prometida bajo el gobierno de su Mesías.
La promesa del regreso a la tierra en Génesis 28, tiene el mismo valor para la descendencia de Jacob. Las tres primeras promesas mencionan, además, a los descendientes de modo claro, lo cual pone de relieve que sus bendiciones se llevarán a cabo plena y solamente en el reino de paz venidero.
EL PRIMER PILAR DE PIEDRA
Génesis 28
El monolito de Jacob
Agradecido por esta revelación, Jacob quiso mostrar a Dios su gratitud –pese a que más tarde hiciera una promesa y se situara bajo la ley respecto a su relación con Dios–. Por lo tanto, hizo un monumento que servía para conmemorar este suceso inolvidable: «Se levantó Jacob de mañana, y tomando la piedra que había puesto de cabecera, la alzó por señal y derramó aceite encima de ella. Y a aquel lugar le puso por nombre Betel, aunque Luz era el nombre anterior de la ciudad» –vv. 18,19.
Jacob no levantó aquí un altar, sino que esto lo haría cuando regresara a Canaán –Gén. 33:20–. Su abuelo Abraham, por el contrario, construyó uno inmediatamente después de su llegada a Betel –Gén. 12:8; 13:3,4. En el altar, Abraham invocó el nombre de Jehová. Él era un adorador y fue fiel a la Palabra de Dios. No vaciló ante la promesa de Dios con rasgos de incredulidad, sino que se fortaleció con fe y dio gloria a Dios –Rom. 4:20, 21.
Había una gran diferencia entre Jacob y Abraham. Jacob siguió su camino seguro de sí mismo y anduvo en la manifestación de la carne, con lo cual tuvo que aprender que la carne no aprovechaba nada. En cambio, Abraham caminó en el poder de la fe, y eso explica el motivo que siempre tuviera un «altar», un lugar donde poder invocar el nombre del Señor y darle gracias.
Pero Jacob poseía aquí este pilar de piedra. Otras escrituras nos aclaran su significado, por ejemplo Génesis 31:44-52 –el pilar que sirvió de testimonio entre Jacob y Labán– e Isaías 19:19,20 –el pilar que servirá de señal y testimonio a Jehová de los ejércitos en la tierra de Egipto–. El pilar de Jacob era el testimonio de algo más especial, un signo duradero de un suceso importante.
A la luz del Nuevo Testamento, este pilar conmemorativo adquiere mayor importancia. En primer lugar, era la piedra que Jacob había colocado a su cabecera, una figura de Cristo como el lugar de reposo para todo creyente verdadero. La piedra de Jacob no quedó olvidada, sino que a partir de entonces iba a significar mucho. Lo mismo se puede decir de Cristo, la piedra escogida y preciosa. Él es, principalmente, nuestro lugar de reposo para nuestros corazones, pero además es el tema de nuestro testimonio.
La piedra, que es el fundamento de la Iglesia, es a la vez Aquel de quien da testimonio. No existe otro fundamento más seguro que satisfaga la aprobación de Dios –1 Cor. 3:11. Cristo es el fundamento de la Iglesia porque ésta se edifica en Él. Es también el tema de la confesión que la Iglesia sostiene. El apóstol Pablo habla de la Iglesia del Dios vivo que es la casa de Dios, la columna y apoyo de la verdad. Esta verdad se personifica en el Señor Jesucristo, Dios manifestado en la carne, justificado en el Espíritu, recibido arriba en la gloria –1 Tim. 3:15,16. Es deber de la Iglesia aquí en la tierra llevar el testimonio de Su encarnación, de Su vida perfecta en la tierra, de Su resurrección de entre los muertos y de Su glorificación en los cielos. De este modo, la Iglesia es la columna y estribo de la verdad, el recuerdo permanente de la verdad respecto a Cristo.
La piedra ungida
Jacob siguió con sus acciones: vertió aceite sobre su pilar –v.18b–, lo que se supone fue una unción –Gén. 31:13. En las Escrituras, esto es una figura muy típica de la unción con el Espíritu Santo –véase Zac. 4:6,14; Hech. 10:38; 2 Cor. 1:21,22. Como resultado, el pilar de Jacob era una piedra ungida.
El Espíritu Santo provee a la Iglesia de fortaleza espiritual para que testifique de Cristo. Nuestro testimonio no es por fuerza ni poder, sino por el Espíritu de Dios, ya que Él ha venido para habitar en la Iglesia, testificar de Cristo y llevarle gloria. El Espíritu Santo mantiene Su testimonio sobre la tierra por medio de la Iglesia y de Sus ungidos. Tal es el profundo significado de este pilar consagrado, del cual Jacob dijo que sería la «casa de Dios». Es una figura de Cristo unido a Su Iglesia, que en el momento actual es la morada de Dios en el Espíritu.
Cristo es la Piedra de reposo para los cansados, así como la piedra principal de la casa de Dios y también el tema de nuestra confesión. La revelación de Dios a nosotros tiene que ver, en todos los sentidos, con Cristo, la Piedra viva. Nuestra respuesta a Su revelación de gracia debe ser que hablemos de Él, que hagamos de esta Piedra un testimonio brillante en este mundo.
Lástima que Jacob hiciera algo más que levantar este pilar. Hizo también una promesa legalista, e incluso se aventuró a poner ciertas condiciones para servir a Dios. ¿Acaso ha sido de otro modo en la historia de la Iglesia? El testimonio de Cristo, ¿no se ve a menudo mezclado con principios legalistas?
Betel
Jacob llamó el nombre de ese lugar memorable Betel, que significa «casa de Dios». Aun así se menciona también el nombre anterior de Betel: «...aunque Luz era el nombre anterior de la ciudad» –v.19. Luz significa «almendro», siendo otras traducciones «torcido» o «corrupto». Estos últimos nos hablarían de nuestra condición natural ante Dios, pero el primero de la vida de resurrección que nos ha transformado de forma radical, ya que en las Escrituras el almendro nos habla del poder de resurrección, de la vida de entre los muertos –Éx. 25:33,34; Núm. 17:8; Jer. 1:11,12.
Ello nos recuerda nuestro anterior estado y el poder de la resurrección de Cristo que ha cambiado radicalmente nuestra condición. La Iglesia del Dios vivo se fundamenta en Cristo, el Hijo del Dios vivo, que abolió la muerte y sacó a la luz la vida y la inmortalidad. Los pecadores muertos y culpables se convirtieron en piedras vivas, gracias al Príncipe de vida. Juntos componemos ahora la casa de Dios que difunde las buenas nuevas de Cristo aquí en la tierra. Antes era la ciudad de Luz, la ciudad de las criaturas caídas, pero ahora es la ciudad de Dios que arroja luz celestial en medio de una generación torcida y perversa.
Otras piedras conmemorativas
Para acabar, podemos reseñar que establecer pilares era una práctica común en tiempos del Antiguo Testamento. En la vida de Jacob, vemos que esto sucede tres veces más. Una en Génesis 31, donde las piedras servían de testimonio del pacto entre Labán y Jacob; y dos veces en Génesis 35, donde erigió una piedra nuevamente en Betel y después un pilar sobre la tumba de su querida mujer cerca de Belén.
Más adelante hallamos las siguientes piedras conmemorativas en la historia de Israel, entre ellas unos montones de piedras con la misma función:
1. El monolito del monte Ebal, como recuerdo al pueblo de las palabras de la ley –Deut. 27:2-4; Jos. 8:32.
2. Las doces piedras en medio del Jordán, y las que se levantaron en Gilgal –Jos. 4:9,20.
3. La acumulación de piedras en el valle de Acor como recuerdo del juicio de Acán –Jos. 7:26.
4. El montón grande de piedras sobre el rey de Hai derrotado –Jos. 8:29.
5. La piedra grande en Siquem –Jos. 24:26,27.
6. La piedra Ebenezer –1 Sam. 7:12.
7. El cúmulo grande de piedras sobre la tumba de Absalón –2 Sam. 18:17.
8. El pilar que Absalón hizo para él –2 Sam. 18:18.
Quizás esta lista no sea completa. No es el propósito aquí de profundizar en el significado de estos memoriales, sino que deseamos hacer al lector la pregunta: «¿Qué significan estas piedras para ti?» –Jos. 4:6–. «Todas estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, que vivimos en estos tiempos finales» –1 Cor. 10:11.
LA PROMESA DE JACOB
Génesis 28
Si estuviere Dios conmigo
Los últimos versículos de este capítulo nos muestran una segunda reacción del patriarca hacia la revelación de Dios en Betel. Jacob no mostró ningún tipo de apreciación de la gracia plena con que Dios se le reveló desde el cielo. En seguida quiso hacer algo en señal de pago, bajo la condición de que Dios le guardara: «Allí hizo voto Jacob, diciendo: Si va Dios conmigo y me guarda en este viaje en que estoy, si me da pan para comer y vestido para vestir y si vuelvo en paz a casa de mi padre, Jehová será mi Dios. Y esta piedra que he puesto por señal será casa de Dios; y de todo lo que me des, el diezmo apartaré para ti» –vv. 20-22.
Parece ser que el privilegio de la revelación de Dios no fue comprendido por Jacob. La gracia de Dios le pareció demasiado elevada para él, y no gustándole permanecer sobre esa base, prefirió irse de la presencia de Dios. La casa de Dios no era para él sino un terrible lugar que le incomodaba –v.17.
Lástima que diera esta respuesta a la gracia de Dios. Dios no se la reprochó de ningún modo. Su gracia gratuita sólo podía darle una promesa de bendición, bajo cuatro formas. ¿Por qué, entonces, no sintió nada Jacob al respecto? ¿Fue porque reflexionó sobre sí mismo y tuvo que reconocer que no era digno de las exigencias de la santa presencia de Dios? ¿O era porque su conciencia le hablaba cada vez más claro?
La bondad de Dios debió hacer que se arrepintiera –Rom. 2:4. La gracia de Dios debió haberle llamado al juicio. Él debería haber confesado sus malas acciones y confiar en la gracia infinita de Dios, pero no hizo nada en absoluto. Jacob prefirió tomar la iniciativa solo e hizo un pacto con Dios, llegando a una promesa. Abandonó las bases de la gracia a las que Dios le había conducido y se inclinó por otras más legalistas, escogiendo los principios de las obras de la ley como base de su relación con Dios.
Tres ejemplos de legalismo
No pensemos que Jacob fue el único que actuó de esta manera. La suya fue una reacción muy típica. La historia se repite con frecuencia, y quizás lo veremos claro explicando otros tres ejemplos sacados de las Escrituras:
1. El pueblo de Israel en el Monte Sinaí, donde siguieron el ejemplo de su antepasado Jacob. Mientras no llegaron al monte, su historia fue caracterizada por la gracia, pese aun a los pecados que cometieron. Cuando murmuraron, no acarrearon juicio sobre ellos, como en el caso en el libro de los Números, sino que sirvió sólo para que las fuentes de la bondad de Dios brotaran para ellos. En este monte también, Dios se los encontró presentándoles Sus promesas de bendición. Les habló de la privilegiada relación que iban a tener con Él, ya que iban a ser un reino de sacerdotes y una nación santa. Sin embargo, se confiaron tanto en sus propias fuerzas, que contestaron: «Haremos todo lo que Jehová ha dicho» –Éx. 19:8. Este entusiasmo los desvió de la atención a la bondad de Dios, hacia sus propios valores.
2. El hijo pródigo que quiso convertirse en siervo. Cuando llegó al país alejado, decidió volver con su padre y decirle: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros» –Lucas 15:18-19. Quiso convertirse en un esclavo a fin de pagar de algún modo sus grandes deudas. Por suerte, su padre no aceptó que hiciera tal cosa. Evitó que tales palabras salieran de su boca e ignoró todo pensamiento de esclavitud.
El mismo espíritu de servidumbre puede observarse en el hijo mayor. Éste reprendió a su padre y le dijo: «Tantos años hace que te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás» –Lucas 15:29. La palabra que usó por servir significa «servir como esclavo». Nunca entendió los privilegios de la gracia, como podían serlo la presencia de su padre y la satisfacción de ser hijo suyo.
3. Los cristianos en Galacia que desearon caminar bajo la ley. Al principio, aceptaron el evangelio de la gracia de Dios, pero luego se volvieron al yugo judío de esclavitud, y aunque recibieron la posición de hijos se comportaron como esclavos. ¡Qué deterioro más grave! Para citar a Pablo: «De Cristo os desligasteis... de la gracia habéis caído» –Gál. 5:4. En efecto, fue una profunda caída, desde las alturas de la libertad cristiana hasta los abismos de una servidumbre bajo elementos mundanos.
¡Cuán terrible es este lugar!
Jacob experimentó el mismo suceso. Según su opinión, la casa de Dios no era un lugar agradable, pues la puerta del cielo sólo podía aterrorizarle –v.17. Se inclinó por los principios de la ley antes que disfrutar de los privilegios y deberes de la gracia, aplazando así su comunión práctica con Dios para el futuro. Serviría a Jehová en Su casa sólo después de que Él le hubiera guardado y bendecido en todos sus caminos –vv.20-22.
¿No razonamos nosotros de la misma manera? ¿No es verdad que ponemos nuestras condiciones delante de Dios con intención de servirle, igual que lo hizo aquí Jacob? Pero éste no es el lenguaje de la gracia. Si pensamos así es porque conocemos muy poco al Dios de Betel, quien quiere ofrecernos Sus bendiciones de balde, ya que la gracia es sin condiciones, y ser conscientes de ella no puede hacernos más que felices. Los principios de la gracia son que sirvamos a Dios como hijos Suyos amados, porque suspiramos estar en Su presencia y deseamos satisfacerle en todo.
Entonces, no hay razón para temer Su presencia, porque nos hemos acercado a Él por la sangre de Cristo. Para estar seguros, no es algo natural estar en la luz de la presencia de Dios, ya que como pecadores éramos totalmente indignos de permanecer ante Él. Pero como santos e hijos, Dios nos ha aceptado en el amado –Efe. 1:4-6. De esta manera, le hemos conocido como nuestro Dios y Padre de gracia que se ha revelado a nosotros para otorgarnos un lugar cerca de Él.
El Dios de Betel no es un Dios de exigencias. Él se ha revelado en Cristo, la Cabeza de una generación nueva, y nos mira con gracia. Para la carne, no obstante, es algo terrible estar en la presencia de Dios. Los designios carnales son enemistad contra Dios y no pueden satisfacerle –Rom. 8:7,8. La carne hace lo que le parece y nos aparta de Él. En esta etapa de la vida de Jacob, parece que no se había dado cuenta de ello. Siguió su camino confiando en sus propias capacidades. Sólo cuando llegó a Peniel se dio cuenta de que no debía esperar nada bueno de la carne, y sí de depender exclusivamente de la gracia de Dios.
En Juan 6:63 leemos que la carne no aprovecha nada. El Espíritu es el que nos da vida y el que nos capacita para servir a Dios. Entonces, debemos aprender a juzgar la carne y a identificarnos por la fe con el Cristo resucitado de entre los muertos. Ésta es la lección en Peniel, y la condición necesaria para disfrutar de las bendiciones de Betel. Por consiguiente, conoceremos cómo somos en realidad y también al Dios de toda gracia. Ya no confiaremos en nuestra propia fortaleza, antes bien, daremos gracias a Dios por todo lo que ha realizado a través de Cristo Jesús, nuestro Señor. Tampoco temeremos la presencia de Dios, sino que nos aceptará como hijos felices delante de Él.
PRIMER LLAMAMIENTO DE REGRESAR A BETEL
Génesis 31
La disciplina de Dios
Durante al menos veinte años, Jacob vivió alejado de Betel. En realidad, en ese país extranjero no fue más que un esclavo de Labán –véase vv. 38-42. Una y otra vez, su suegro le engañó, tanto en el ámbito familiar como en el laboral. Jacob tuvo que pagar muy caro el engaño cometido a su hermano y a su padre. Cuán solemne es contemplar la disciplina de Dios en la vida de Jacob. Sin embargo, no le dejó sin Su cuidado. Si Él castiga a los Suyos, es una prueba de que los ama, siendo que nos trata como hijos –Heb. 12:5ss.
Dios quería que Jacob viniera a Él para cualificarle de hijo en Su presencia. Dios disciplinó a Jacob a fin de capacitarle para vivir en Betel, la misma casa de Dios en donde Él se le había revelado. Llegado este punto, era Dios quien tenía que tomar la iniciativa para traerle de nuevo a Betel, ya que Jacob no deseaba en modo alguno estar en la presencia de Dios para tener comunión con Él, de manera que no suspiraba por ese lugar. Pero Dios sí deseaba tenerle cerca. Mientras estaba en casa de Labán, Jacob era un simple esclavo, pero en la casa de Dios iba a estar en la presencia de Dios como hijo. ¡Qué diferencia!
En el verso 3, Dios dijo a Jacob: «Vuélvete a la tierra de tus padres, a tu parentela, y yo estaré contigo». En este llamamiento, faltaba el nombre de Betel. Era una cita para volver a la tierra de Canaán. Jacob contó a sus mujeres en el mismo capítulo un sueño donde se menciona Betel: «Y me dijo el ángel de Dios en sueños:... Yo soy el Dios de Betel, donde tú ungiste la piedra y donde me hiciste un voto. Levántate ahora y sal de esta tierra; vuélvete a la tierra donde naciste» –vv.10-13.
Por lo visto, Dios se apareció antes a Jacob, pero él reaccionó tarde en obedecer los mandamientos de Dios. ¿Sería que todavía contemplaba la casa de Dios como un terrible lugar, que vacilase para regresar a Betel? ¿Prefería, quizás, vivir como esclavo en la casa de Labán?
Ha nacido el heredero
No estamos del todo seguros, pero el capítulo 30 nos ofrece otra información valiosa para el asunto que estamos tratando: el nacimiento de José, el heredero tan esperado. Cuando Raquel dio a luz a José, Jacob dijo a Labán: «Déjame ir a mi lugar, a mi tierra. Dame a mis mujeres, por las cuales te he servido, y a mis hijos, y déjame ir; pues tú sabes los servicios que te he prestado» –vv. 25, 26. Este feliz acontecimiento decidió a Jacob. El nacimiento de su heredero le hizo tomar la decisión de abandonar la casa de servidumbre.
Este principio también se aplica a nosotros. Si Cristo, nuestro heredero, es formado en nosotros, somos liberados de la ley del pecado y de la muerte. Cuando Él tenga la preeminencia, ya no estaremos en servidumbre. Cristo vive en nosotros y somos conscientes de nuestra nueva posición como cristianos. Si es formado el Hijo de Dios en nosotros, nos comportaremos como hijos también, ya que Él nos libera y nos lleva a la presencia del Padre.
Ocurrió un suceso similar en la vida de Abraham. En Génesis 21 se nos cuenta acerca de la partida de Agar e Ismael tras un gran festín que se hizo en honor a Isaac. Cuando se reconocieron los derechos del heredero y éste obtuvo el lugar destacado, facilitó la expulsión de la sierva y su hijo. Todo esto es simbólico, como Pablo explicó a los gálatas. Ellos representaban dos pactos, dos ciudades, dos órdenes diferentes: la ley y la gracia –Gál. 4:21ss. Los gálatas debían hacerse suyas estas cosas. Tenían que reconocer los derechos de Cristo y «expulsar a la sierva y a su hijo», es decir, renunciar a las observancias de la ley. Cristo debía formarse en ellos. El Heredero de todas las cosas tenía que convertirse en el centro de sus vidas.
En el libro de Génesis, existe una unión clara entre el heredero, que entra en escena, y la toma de posesión de la herencia. El hijo de la esclava no podía heredar con el hijo de la libre, que heredaría todo lo que Abraham poseía –Gén. 21:10; 24:36; Gál. 4:30. Jacob manifestó su deseo de regresar a la tierra prometida después de que José, el primogénito de Raquel y el príncipe de entre sus hermanos, hubiera nacido –Gén. 49:26.
Cuando el verdadero heredero, Cristo, sea reconocido y formado en nosotros, seremos conscientes de nuestra propia posición de hijos y herederos de Dios, y anhelaremos tomar posesión de nuestra herencia. La parte de Jacob era la tierra de Canaán; la nuestra es la patria celestial que Dios ha preparado para nosotros: los lugares celestiales con su plenitud de bendiciones espirituales en Cristo –Efe. 1:3.
Regreso a la tierra
Observamos, no obstante, que fueron necesarios grandes esfuerzos para que Jacob se dispusiera en camino hacia la tierra prometida. En efecto, Dios tuvo que obligarle a hacerlo presentándole circunstancias difíciles en su andar. Pero, ¿somos nosotros mejores que este patriarca? Con frecuencia es angustioso para Dios desligarnos de las cosas terrenales y dirigir nuestros pasos a una patria mejor, la celestial.
Cuando llegó la hora de regresar a Canaán, Dios tomó la iniciativa. No dejó a Jacob abandonado a su suerte en tierra extranjera. Quería llevarle a Su presencia y que tomara posesión de las cosas que había preparado para él. Deseaba tener comunión con Jacob en Su casa, aunque se hubiera desviado de Él marchándose por sus propios caminos.
En Génesis 3, vemos que sucede lo mismo. Dios buscó a Adán y Eva cuando permanecían escondidos de Su presencia. Les estableció una base justa en la cual podía tener comunión con ellos: la muerte de un sacrificio que ocupó el lugar de los pecadores culpables, medio por el cual Dios les trajo a Sí. Con muchos de estos detalles obró Dios para con Jacob, a fin de ayudarle a ponerse en camino hacia la tierra de la casa de Dios.
Levanta, alma mía, tu Dios te guía;
Manos extrañas no más dificultan;
Sigue adelante, Su mano te cuida,
Poder que a los cautivos indulta.
Luz divina acompaña tu andar,
Dios mismo te indica el sendero;
Bendiciones ocultas, que al revelar,
Conducen al albor eterno.
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