Génesis 32
La lucha con Dios
Después de encontrar a los ángeles de Dios, Jacob tuvo que encontrarse con Dios mismo. Como todavía no estaba en armonía con la presencia santa de Dios, no podía encontrarse con Él como el Dios de Betel, el Dios de la casa de Dios. Jacob no podía encontrar a Dios como Padre amoroso que le diera una cálida bienvenida a Su casa. Le encontró como Adversario, como Luchador: «Y luchó con él un varón hasta que rayaba el alba» –v. 24.
Dios tenía que hallarse con Jacob en su mismo terreno. Había luchado ya con él durante más de veinte años, y la lucha decisiva tendría lugar ahora. Jacob era un hombre que hacía su voluntad y confiaba en su propia fuerza. Por lo tanto, tuvo que aprender la otra cara de la moneda, que la carne no servía de nada y que dependía totalmente de la gracia de Dios.
Romanos 7
En este capítulo hallamos una lucha semejante, bien que en él se describe un conflicto interior. Igual que la de Jacob, es la lucha de alguien que confía en sus propias fuerzas, una lucha con un destino perdedor para todos nosotros. El «yo», el viejo ego se presenta ante nosotros aquí. Sus experiencias no son básicamente cristianas; éstas se hallan en Romanos 8, de donde sobresalen Cristo y el Espíritu. La persona que Pablo nos presenta en el capítulo 7 es un creyente, ya que se deleita en la ley de Dios según el hombre interior –v. 22. Ha de reconocer que es carnal, vendido al pecado –v. 14. Todavía no está liberado del poder del pecado y no puede competir con el pecado que mora en él, lo cual finalmente le lleva a exclamar: «¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?»
Sin embargo, aquí está el dilema. El mismo momento en que estamos en peligro de hundirnos, el rescate acude. Obtenemos la victoria tan pronto como aceptamos nuestra total impotencia. Entonces aprendemos a ceder, a renunciar a nuestras propias fuerzas y a confiar únicamente en lo que Dios ha hecho por medio de Cristo. Todo ello produce un cambio radical, una liberación tan completa del poder del pecado que exclamamos: «¡Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro!» –v. 25.
Naturalmente, el fin de nuestra lucha viene cuando reconocemos nuestra incapacidad y aceptamos la salvación del Señor. Ya no miramos a nuestro interior, sino hacia arriba. Comprendemos lo que Dios ha realizado y le alabamos por ello. La única manera de ganar la lucha es salir mal parados de ella. Esto constituía el secreto de la victoria de Jacob, como veremos después. Jacob ganó en el momento que aceptó que era un perdedor, lo cual es cierto también del hombre de Romanos 7, quien obtiene la victoria al presentar la rendición. Después continúa como un hombre libre cuando se libra a las misericordias de Dios sin condiciones.
El rostro de Dios
Peniel significa «el rostro de Dios». Es el lugar donde encontramos a Dios de un modo personal. Cada vez que nos encontramos con Dios cara a cara, aprendemos a discernir todo con claridad, desde el ángulo correcto. Entonces vemos nuestra propia debilidad, pero también la grandeza de Dios. Por una parte, reconocemos que somos cautivos del pecado, que la carne no sirve para nada, pero por otra sabemos de qué manera Dios ha satisfecho nuestra necesidad. Él condenó el pecado en la carne en la muerte de Su propio Hijo, y nos ha dado una nueva posición en Cristo resucitado de entre los muertos. Ahora ya no hay condenación para los que están en Cristo Jesús, y se han establecido en esta nueva posición ante de Dios –Rom. 8:1-3.
Este encuentro personal con Dios, arroja luz sobre nuestra relación con Dios. Aceptamos que somos incapaces de permanecer ante un Dios santo, pero al mismo tiempo Dios mismo ha puesto para nosotros un fundamento justo, a fin de que seamos Sus hijos delante de Él. El hombre natural no puede permanecer ante Él, pero para el hombre en Cristo existe realmente un lugar ante Dios, lo cual hizo exclamar a Jacob las maravillosas palabras: «Vi a Dios cara a cara, y fue librada mi alma» –v. 30.
Ningún hombre podrá verme y seguir viviendo
Existen más ejemplos en el Nuevo Testamento de personas que se encuentran con Dios cara a cara, que reaccionan de la misma manera. Primeramente, se dan cuenta de su total indignidad, y en segundo lugar son conscientes de la gloria de Dios. Detengámonos por unos instantes a considerar los siguientes episodios:
1. Dijo Dios a Moisés: «No podrás ver mi rostro, porque ningún hombre podrá verme y seguir viviendo» –Éx. 33:20. Más tarde, Dios le mostró un lugar donde estaría seguro. Era un lugar al lado de Dios, sobre la roca, e incluso dentro de su grieta. Esto habla de nuestra posición en Cristo ante Dios, puesto que «esa Roca era Cristo» –véase Éx. 17:6; 33:21,22; 1 Cor. 10:4.
2. Cuando Gedeón percibió al ángel de Jehová, se abrumó de pesadumbre y dijo: «Ah, Señor Jehová, he visto al ángel de Jehová cara a cara» –Jue. 6:22. Pero más tarde le prodigó paz y proclamó las buenas nuevas «Paz a ti». El sacrificio que presentó Gedeón fue aceptado y por eso hubo paz, una base para que el hombre repose en la presencia de Dios. El Señor resucitado predicó las buenas nuevas también a sus discípulos: «Paz a vosotros» –Juan 20:19,21.
3. Al comprender Manoa que el Ángel de Jehová se le había aparecido, dijo a su mujer: «Ciertamente moriremos, porque hemos visto a Dios» –Jue. 13:22. Pero su mujer demostró una mejor comprensión de las circunstancias, por lo que le contestó: «Si Jehová nos quisiera matar, no aceptaría de nuestras manos el holocausto y la ofrenda». Ni tampoco les hubiera revelado esas maravillosas promesas. Esto se aplica también a nosotros, ya que la obra consumada de Cristo es la única base sobre la cual podemos permanecer ante Dios, y que Él nos bendiga.
4. Isaías vio la gloria del Señor y dijo: «¡Ay de mí que soy muerto!, porque siendo hombre inmundo de labios y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos» –Isa. 6:5. Pero como se había ofrecido una ofrenda quemada en el altar, siguieron los efectos de purificación y reconciliación –vv. 6,7. El juicio de Dios abatió a Cristo en la cruz cuando Él sufrió en nuestro lugar, y ésta es la base de nuestra salvación.
Desde luego, en todos estos ejemplos la Persona y la obra acabada del Señor Jesús constituyen el fundamento de nuestra posición gloriosa delante de Dios. Como cristianos hemos sido llevados a Dios, quien nos ha aceptado en el Amado. Somos hijos en Su presencia, que es luz y amor a la vez. No sólo ya no somos condenados, sino que Dios está incluso satisfecho de nosotros porque nos contempla en Su amado Hijo.
He aquí el resumen de Peniel: conseguir un lugar de seguridad y de salvación ante Dios. Es un lugar que Dios mismo ha preparado para nosotros por medio de Cristo. No podemos permanecer ante Él como hombres naturales, ya que pertenecemos a la raza del primer Adán que volvió su espalda a Dios. Pero porque somos pertenencia de Cristo, la Cabeza de una nueva generación, hemos pasado de muerte a vida. Dios nos ha llamado de las tinieblas a Su luz admirable, nos ha liberado de su poder –de odio y enemistad contra Dios– y nos ha trasladado al reino de Su amado Hijo –Juan 5:24; Col. 1:12,13; 1 Ped. 2:9.
A diferencia de la dispensación de Moisés, tenemos el privilegio de admirar la gloria del Señor con rostros desvelados. Dios brilló en nuestros corazones con la luz del evangelio de la gloria de Cristo, con la luz del conocimiento de la gloria de Dios en el rostro de Jesucristo, y muy pronto, tras la redención de nuestros cuerpos, veremos Su rostro y Él nos dará luz. En Su presencia hay plenitud de gozo, delicias para siempre –Sal. 16:11; 17:15; 2 Cor. 3:18; 4:4,6; Apoc. 22:4,5.
EL SECRETO DE LA VICTORIA DE JACOB
Génesis 32
Cómo vencer
Consideremos ahora cómo obtuvo Jacob la victoria cuando luchó con Dios. No se sabía quién había de ganar hasta que Dios tocó la unión del muslo de Jacob, desencajándolo de su lugar. En consecuencia quedó inutilizado, y Jacob tuvo que parar de luchar. Todo lo que podía hacer era agarrarse al Hombre que altercaba con él. Cuando dijo: «Déjame, porque raya el alba», Jacob contestó: «No te dejaré, si no me bendices» –vv. 25, 26.
Jacob fue inutilizado en el asiento de sus fuerzas. En las Escrituras, se considera al muslo el asiento de la fuerza viril –igual que los lomos, como en Heb. 7:5, 10–. En el salmo 45, se dice respecto al rey Mesías: «Ciñe tu espada sobre el muslo, valiente» –v.3. Fue en ese punto exacto donde Jacob fue tocado, y en consecuencia tuvo que aceptar que no le quedaban fuerza, estando desprovisto de todo poder. Tuvo que dejar de luchar, e imploró al Hombre que altercaba con él que le bendijera entonces y allí.
Éste fue realmente el caso, y el profeta Oseas así lo confirma. Dios estaba tratando con Su pueblo, igual que lo había hecho con Jacob, con lo cual deberían tomar ejemplo de él como modelo suyo. Oseas escribe: «Pleito tiene Jehová con Judá para castigar a Jacob conforme a su conducta; le pagará conforme a sus obras. En el seno materno tomó por el calcañar a su hermano, y con su poder venció al ángel. Luchó con el ángel y prevaleció; lloró, y le rogó; lo halló en Betel, y allí habló con nosotros. Mas Jehová es Dios de los ejércitos: ¡Jehová es su nombre! Tú, pues, vuélvete a tu Dios; guarda misericordia y juicio, y en tu Dios confía siempre» –Oseas 12:2-6.
Lloró y buscó el favor de Dios
Aquí hallamos el secreto de la victoria de Jacob: él lloró y buscó el favor de Dios. Tras el abandono de sus fuerzas, sólo quedaba una alternativa, suplicar misericordia. Ello prepara el camino para la bendición y la victoria. Cada vez que nos dirigimos a Dios para que nos muestre misericordia, encontramos el camino preparado hacia Su corazón. Cuando aceptemos que dependemos completamente de Su gracia, Él nos oirá. El grito pidiendo clemencia pone al cielo en movimiento.
Hallamos maravillosos ejemplos de esto en los evangelios, donde a menudo se oye el clamor: «¡Señor, Hijo de David, ten misericordia de nosotros!» –véase Mat. 20:30-31. Estas súplicas pidiendo misericordia reciben siempre contestación. Hasta podríamos decir que el Señor no puede resistirse de oírlas, ya que Él siente compasión de nosotros debido a nuestra impotencia. Para entonces deberíamos haber llegado al extremo de reconocer que estamos inermes y sin esperanza. Éste es el extremo al cual Jacob había llegado aquí, ya que en realidad fue abatida su autoconfianza y no tuvo más remedio que agarrarse al Hombre que luchaba con él.
Para el hombre de Romanos 7 tiene la misma aplicación. Cuando él ha llegado al extremo más bajo, teniendo que rendirse, le oímos exclamar con gran desesperación: «¡Miserable de mí!, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?» Pero en seguida viene la respuesta: «Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro» –vv. 24, 25. Consciente como es de su propia debilidad, comprende que sólo hay una solución: su auxilio debe venir de arriba. Todo depende de la misericordia de Dios, de lo que Él ha hecho por medio de Cristo. De esta manera llegaremos a ser vencedores, unos victoriosos que alaban a Dios por Su salvación.
Peniel y Betel
Otra característica que nos enseña el profeta Oseas es que la experiencia de Peniel no es un hecho aislado. Peniel sirve para preparar al cristiano para Betel. Por lo tanto, Oseas agrupa los dos lugares: «Venció al ángel, y prevaleció; lloró, y le rogó; lo halló en Betel». Esto es algo extraordinario, ya que la historia en el Génesis nos cuenta que antes tuvo que suceder mucho para que Jacob se dispusiera a ir a Betel. Pero en el libro de Oseas, Dios parece no reflejar todas estas tristes experiencias de la vida de Jacob. Lo único que importa aquí son estos dos puntos: Peniel y Betel.
Peniel es el lugar donde aprendemos a juzgarnos y a no esperar nada bueno de la carne, y que nos hace aptos para Betel, el lugar de la presencia de Dios. Cuando aprendemos esto, la gracia nos capacita para habitar en la casa de Dios para siempre.
UN NUEVO COMIENZO
Génesis 32
Una creación nueva
Peniel se convirtió en el punto de partida en la vida de Jacob. El viejo Jacob ya no existía, porque se había transformado en un nuevo hombre. Esto es expresado en el cambio de su nombre: «Ya no te llamarás Jacob, sino Israel» –v. 28.
Literalmente, Jacob significa «el que agarra del talón». El significado que determina el carácter y acciones de Jacob, «usurpador» o «engañador», se deriva de este significado –Gén. 25:26; Os. 12:4. Israel quiere decir «el que lucha con Dios» o «el que prevalece con Dios». De ahí el significado «príncipe con Dios», porque había luchado con Dios y los hombres, y había prevalecido. Este nombre nuevo marcó otro comienzo en la vida de Jacob.
Así son los casos que las Escrituras nos presentan cuando se cambia el nombre de alguna persona. Me gustaría dar dos ejemplos: Simón Pedro en el Nuevo Testamento, y Abraham en el Antiguo Testamento. A Simón le fue cambiado el nombre cuando conoció al Señor y creyó en Él. El Señor le dijo: «tú serás llamado Cefas –que quiere decir Pedro–». Se transformó de un pecador muerto a una piedra viva, apta para el servicio en la casa de Dios –Juan 1:42; 1 Ped. 2:5.
Veamos el segundo ejemplo de Abram. Su nuevo nombre fue Abraham, porque tenía que convertirse en padre de muchas naciones. Se vio en una nueva relación con Dios, quien introdujo la circuncisión como la señal de Su pacto –Gén. 17. Las cosas viejas pasaron, y todas se habían hecho nuevas. Abram pasó, y de él salió Abraham. Se despojó del viejo hombre y se revistió del nuevo. Éste es el significado corriente de la circuncisión. El viejo hombre está enterrado con Cristo –Col. 2:11,12.
Jacob experimentó lo mismo. Digámoslo en el lenguaje claro del Nuevo Testamento: el viejo hombre se metió dentro de la tumba, y el nuevo, una nueva creación, Israel, salió de ella. Un nuevo día alboreó para este príncipe de Dios, ya que leemos: «Y había pasado de Peniel cuando salió el sol; y cojeaba a causa de su cadera» –v.31. Existe un maravillo paralelo a este suceso en la exhortación «levántate de los muertos, y te alumbrará Cristo» –Efe. 5:14. Cristo es el Sol que ilumina el nuevo día porque Él es nuestra vida y luz.
Jacob empezó una nueva vida en el gozo de una relación nueva con Dios. La vida pasada en las fuerzas de su propia voluntad, era ya una cosa del pasado, desde que comenzó esta otra vida como hijo de Dios. Llevaría en todo momento el recuerdo de que era una persona débil y que debía depender de Dios, porque cojeaba en su costado.
Revistiéndonos del nuevo hombre
Cuando leemos la historia de Jacob a la luz del Nuevo Testamento, nos damos cuenta de que, a través del evangelio, la vida nueva ha salido a la luz. En el día de la plenitud de los tiempos, cuando Dios sacrificó a Su Hijo, apareció un nuevo hombre. La expresión «nuevo hombre» se menciona solamente en la epístola a los Efesios y a los Colosenses, y en singular –Efe. 2:15; 4:24; Col. 3:10. Característica del viejo hombre, la raza humana que desciende de Adán es ahora una generación nueva de la que el Cristo resucitado, el postrer Adán, es la Cabeza. Como cristianos nos hemos despojado del viejo hombre, de todo lo que caracterizaba a la descendencia del primer Adán, y nos hemos revestido del nuevo.
El nuevo hombre es el fruto de la muerte de Cristo y de Su resurrección. Es obra de Dios y está creado según Dios, en justicia y santidad verdaderas. Esto quiere decir que rechaza y se resiste a hacer el mal. El nuevo hombre manifiesta los rasgos de la naturaleza divina –véase Efe. 1:4; 2 Ped. 1:4.
Hay un alto contraste entre el nuevo hombre y el viejo, que terminó su función a la muerte de Cristo. Es una clase diferente de hombre, no lleva la imagen del primer Adán, sino la del Señor Jesucristo. Es un hombre nacido de nuevo que no muestra la imagen de nuestros primeros padres, sino la imagen nueva del Señor resucitado. Nuestro viejo «yo», nuestro viejo hombre, fue crucificado con Cristo, como dice Romanos 6:6. Nos hemos revestido del nuevo hombre y lo hemos manifestado mediante el bautismo –Gál. 3:27.
Como es natural, esto tiene que manifestarse también en los ejercicios rutinarios de cada día. Esto explica por qué necesitamos las exhortaciones «Revestíos... y despojaos» –Col. 3:8,12. Debemos adaptarnos a nuestra posición en Cristo, lo cual debe hacernos ver de inmediato que ya no tenemos que vivir según el viejo hombre pretendía, sino mostrar los rasgos del nuevo hombre. En otras palabras, tenemos que revestirnos del Señor Jesucristo de forma práctica y no satisfacer a la carne, cumpliendo sus deseos –Rom. 13:14.
El nuevo hombre no es autónomo. Tiene un patrón divino. Renueva el conocimiento según la imagen del que le creó, Cristo –Col. 3:10,11–. Hallamos, así, nuestra regla de vida en Cristo, transformándonos a Su imagen. El hombre interior se renueva día a día –2 Cor. 3:18; 4:16– y nos permite caminar en la novedad de vida, servir en la novedad del Espíritu y transformarnos por la renovación de nuestra mente –Rom. 6:4; 7:6; 12:2. Participamos de una vida de resurrección en la luz de nuestro Señor resucitado, al igual que el sol salió para Jacob e hizo que continuara su peregrinaje bajo la luz de un nuevo día.
El Señor resucitó; con Él resucitamos también,
Ved al enemigo en el sepulcro vencido.
El Señor resucitó; más allá de la tierra de juicio,
Vida de resurrección tenemos ya en Él.
LA CASA EN SUCOT
Génesis 33
¿Empezar en el Espíritu y acabar en la carne?
Después del cambio en la vida de Jacob, podría pensarse que hubiera llevado otro estilo de vida. Sin embargo no fue así, y una y otra vez vemos manifestarse al viejo Jacob. A pesar de que recibió un nombre nuevo en Peniel (Israel = Príncipe con Dios), su proceder no era en conformidad con este nombre. En Génesis 35 se repitió este cambio de nombre y fue inculcado en Jacob que, a fin de cuentas, él era una nueva creación.
Igualmente nosotros corremos el peligro de empezar en el Espíritu y dejar luego que la carne nos perfeccione –Gál. 3:3. Todavía tenemos la carne en nosotros, porque después de nuestra conversión ésta no ha mejorado. En cuanto le demos un poco de dominio, serviremos a la ley del pecado –Rom. 7:25. Como resultado, vacilaremos entre dos opiniones y echaremos mano de dobles principios. Pero ésta no es la voluntad de Dios para Sus hijos. Si vivimos en el Espíritu, también debemos caminar en el Espíritu.
Es obvio que Jacob, desde el encuentro con su hermano en este capítulo, demostró ser una persona hipócrita. En un sentido, alababa a Dios por todas las demostraciones de gracia que le había dado, pero sin embargo tomaba toda clase de precauciones asegurándose de mentir y halagar a Esaú. No nos sorprende que dejara sin cumplimiento la promesa de ir a Seir –v.14–, dirigiéndose a Sucot en su lugar, donde se construyó una casa e hizo unas cabañas para su ganado. De ahí que el nombre del lugar se llamó Sucot, es decir, Cabañas –v.17.
Todos vosotros corréis a vuestra propia casa
¿Se había olvidado Jacob del mandamiento de Dios de regresar a Betel, el lugar de la casa de Dios? Allí tenía que encontrarse con Dios, quien iba a revelarse de nuevo a él. Jacob debería haberlo deseado. El deseo de su corazón debería haber sido éste, porque no existe mayor bendición en la tierra que habitar en la casa de Jehová para siempre –Sal. 23:6; 25:14; 36:7-9.
Parece ser que Jacob había erradicado de su mente todo pensamiento acerca de Betel. Usó su libertad como una oportunidad para la carne –Gál. 5:13. En vez de dirigirse a la casa de Dios, construyó una casa para él solo. El asunto principal de su mente no era Dios ni la casa de Dios, sino sus propias formalidades y su casa. Comprobaremos algo parecido en el altar que se construyó cerca de Siquem –vv. 18-20–. Pensaba en sí mismo y en su casa, pero no en los intereses de la casa de Dios –véase Hag. 1:4,9.
Para ampliar este sentido, podemos pensar también en la tendencia que tiene la naturaleza humana de construirse toda suerte de «casas» en torno a personajes eminentes en la cristiandad. Con frecuencia, este tipo de «casas» están dirigidas por un líder que deposita su marca sobre ella. Pero, ¿es ésta la casa de Dios? Es una habitación humana a menudo utilizada para las religiones inventadas por el hombre.
En realidad, lo que hizo Jacob al construirse esa casa, fue negar que era un extranjero y un peregrino en la tierra. Abraham fue más fiel: «Por la fe habitó como extranjero en la tierra prometida como en tierra ajena, habitando en tiendas...; porque esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios» –Heb. 11:9,10. Pero Jacob se construyó una casa para poder permanecer en ese lugar, y automáticamente abandonó su posición de peregrino.
Es impresionante que la epístola a los Hebreos no haga referencia a esta decisión equivocada. En los versos, anteriores se dice que Abraham habitó en las tiendas con Isaac y Jacob, los herederos con él de la misma promesa. Algo más adelante, leemos que todos ellos confesaron ser extranjeros y peregrinos en la tierra –v.13, ya que deseaban una patria mejor, celestial. El cielo era su hogar, y entonces fueron solamente moradores y peregrinos aquí en la tierra –véase 1 Ped. 1:1,17; 2:11.
Jacob fue infiel a su confesión y nos da la impresión de que trató de ocultarlo. Tomando a los refugios que construyó para su ganado como ejemplo, bautizó su nuevo lugar de morada Sucot, es decir, Cabañas. Pero al hacerlo ocultó el hecho de que se había hecho una casa, un lugar permanente de morada, también para él –v.17. ¿Es que no deseaba abandonar completamente su posición de peregrino? No lo sabemos, pero lo evidente es que actuó movido por falta de interés, lo cual podremos ver en el siguiente lugar donde se detuvo, Siquem.
Somos sólo peregrinos aquí;
El cielo es nuestra patria,
El cielo es nuestro hogar.
EL ALTAR CERCA DE SIQUEM
Génesis 33
Jacob llega a Canaán
Cuando Jacob finalmente partió de Sucot y regresó a la tierra de Canaán a salvo, no prosiguió hasta Betel, sino que se estableció cerca de Siquem. No obedeció su promesa del principio de Génesis 28:22, de glorificar a Dios en Betel, en Su propia casa. Todo lo contrario, nos da la impresión de que quiso quedarse para siempre entre el mar de hierba de Siquem: «Después Jacob, cuando regresaba de Padanaram, llegó sano y salvo a la ciudad de Siquem, que está en la tierra de Canaán, y acampó delante de la ciudad. Compró a los hijos de Hamor, padre de Siquem, por cien monedas, la parte del campo donde había plantado su tienda, erigió allí un altar y lo llamó El–Elohe–Israel» –vv.18-20.
Entonces, dispuso sus tiendas ante la ciudad de Siquem. Actuó como Lot, quien desplegó sus tiendas lo más cerca posible de Sodoma. A continuación, Lot abandonó por completo su posición de peregrino y se convirtió en un ciudadano de Sodoma. Parece ser que Jacob no puso atención en este ejemplo nada positivo, y desplegó sus tiendas enfrente de la ciudad. Pero todo lo que el hombre siembra, eso también siega. Génesis 34 nos muestra los malos resultados de la acción de Jacob. Si Dios no hubiera intervenido, Sus hijos se habrían mezclado con los habitantes de Siquem. Israel no hubiera sido una nación separada y los planes de Dios para formar un pueblo propio se habrían desbaratado.
La adquisición de la parcela de terreno donde Jacob dispuso su tienda, confirma que quería establecerse allí. Probablemente era ésta una parcela de terreno más bien grande que Jacob compró para llevar a cabo sus negocios sin estorbo. Quizás la adquirió para impedir que tuvieran lugar las disputas que su padre había tenido –véase Gén. 26. De todos modos, no dejaba de ser la negación de su posición de peregrino, lo cual no se correspondía con el ejemplo de su padre y abuelo. Cuando Abraham compró un área de terreno, lo hizo con el propósito de tener un lugar para ser enterrado en la tierra prometida –Gén. 23.
El–Elohe–Israel
A pesar de todo, Jacob no dejó de servir al Dios verdadero, aun cuando algunos aspectos de su caminar eran contrarios a los pensamientos de Dios. Erigió un altar y lo llamó El–Elohe–Israel, esto es, «Dios, el Dios de Israel» –v.20. Era algo muy normal para Abraham levantar un altar, como para Jacob, que siguió en los pasos de su padre y abuelo.
Éste era uno de los tres aspectos que caracterizaba a los patriarcas. Siempre tenían un altar y un pozo. El altar habla de nuestro culto, de la tienda de nuestra vida peregrina, y el pozo nos habla del agua de la Palabra de Dios. Todos tres se conjugan, y son mencionados en Génesis 26:25.
El primer altar del cual nos hablan las Escrituras es el de Noé. Él construyó un altar a Jehová, por así decirlo, en una tierra nueva, ofreció ofrendas quemadas encima del mismo y Dios olió el dulce aroma –Gén. 8. Después vemos a Abraham construyendo altares cerca de Siquem, Betel, Hebrón y en el monte Moria –Gén. 12, 13 y 22. Y para acabar, el último que construyó altares en el libro del Génesis fue Jacob el patriarca, quien hizo dos: el primero frente a la ciudad de Siquem, y el segundo en Betel –Gén. 33 y 35.
Estos altares eran altares de holocausto, iguales al altar de Noé. Como ya sabemos, Abraham ofreció en el altar un carnero para el holocausto en vez de a su hijo. La palabra «altar» en estos capítulos del Génesis es utilizada también en los demás libros de Moisés para el altar del holocausto que estaba en el tabernáculo. El sacrificio quemado se ofrecía enteramente a Dios, una ofrenda hecha por el fuego, dulce aroma para Jehová –véase Lev. 1.
Profundizaremos en el significado del altar del holocausto, así como en los sacrificios que sobre él se ofrecían, cuando hablemos del altar de Betel. Mientras, cabe decir que aquí el altar es el sitio donde el hombre se encuentra con Dios, siendo consciente en todo tiempo de lo poco digno que es. En el altar, observamos que tenemos acceso a Dios solamente en virtud de un sacrificio que le satisface. El altar es el centro de congregación y adoración.
Aunque sirva a Dios, el hombre puede actuar con voluntad propia. No podemos sino concluir aquí que Jacob inventaba una religión de su propia voluntad –algo que se repetiría más tarde en la historia del pueblo de Dios–. El altar de Dios no se puede construir donde queremos, sino sólo en el lugar que Dios escoge. Jacob levantó un altar cerca de Siquem, pero Dios deseaba tenerlo en Betel –véase Gén. 35:1. Éste era el sitio donde se había aparecido a Jacob y donde él tenía que servirle.
El inmenso contraste entre estos dos altares está en sus dos nombres. Uno se llamaba El–Elohe–Israel («Dios, el Dios de Israel»)–, y el otro El Betel («Dios de la casa de Dios»). El significado del primer nombre se remonta a «mi Dios es Dios», lo que constituye una egoísta confesión que el patriarca hizo. En el segundo nombre, se manifiesta un conocimiento más íntimo de Dios: Dios es aquel a quien cada uno encuentra en Su misma casa –véase Gén. 33:20 con 35:7.
Ciertamente, Jacob tenía todos los motivos para estar agradecido a Dios por protegerle y bendecirle. Erigió el primer altar en honor al Dios que había hecho tanto por él, pero seguía siendo el personaje central. Aunque empleaba su nuevo nombre, Israel, Dios no lo reconocía como tal. No fue hasta Génesis 35, que Dios le llamó otra vez por su propio nombre. Lo hizo después de que Jacob construyera un altar en Betel, donde dejó de centrar su atención en sí mismo volviéndola hacia la gloria del Dios de la casa de Dios.
Nuestro andar es hacia lo alto,
Do la vida y la gloria están;
El reposo es allí, en perfecto amor
La gloria compartiremos.
SEGUNDO LLAMAMIENTO DE REGRESAR A BETEL
Génesis 35
Sube a Betel
A pesar de que Jacob regresara a la tierra de Canaán, no se dirigió a Betel, el lugar donde Dios se le había aparecido y donde había hecho una promesa. Prefirió establecerse cerca de Siquem, con lo cual pagó las serias consecuencias de su elección. Sin embargo, Jacob necesitaba otro llamamiento claro de parte de Dios antes de que realmente fuera a Betel: «Dijo Dios a Jacob: Levántate, sube a Betel y quédate allí; y haz allí un altar al Dios que se te apareció cuando huías de tu hermano Esaú» –v.1.
Parece que Dios no se sentía feliz con el altar que Jacob había construido cerca de Siquem, ya que deseaba tener uno en Betel, donde se apareció a Jacob. Betel era Su lugar de morada. Entonces Jacob tuvo que volver al punto de partida de su viaje, después de que las dolorosas experiencias de Génesis 34 le hicieran cambiar de propósito. La voluntad de Dios para él era que subiera al lugar de Su casa, para habitar y construir un altar allí, no en otra parte.
Betel, y no Siquem, era el sitio donde Jacob tenía que servir a Jehová. Pero antes fue necesario algo de insistencia sobre nuestro personaje para obligarle a ir. Por segunda vez, Dios llamó a la puerta del corazón de Jacob porque era Su deseo tenerle cerca de Su presencia, en Su propia casa. Hasta ese momento, Jacob no había reaccionado a Su llamada, sino que se había mostrado indiferente ante la amable invitación de Dios. Nosotros podemos comportarnos de modo similar. Quizás el Señor tiene que decirnos también: «Yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él y cenaré con él y él conmigo» –Apoc. 3:20.
Dios disciplinó a Jacob con el objeto de bendecirle, a fin de que no se desviara más de Él. Con la mejor de las intenciones, Dios quería ofrecerle un lugar en Su propia casa para cenar con él allí. Las excusas de Jacob, hasta entonces, fueron como las que inventaron aquellos que rechazaron la invitación a la gran cena en la parábola de Lucas 14. ¿Y qué hay de nosotros? ¿Nos interesa realmente cenar con Él en Su casa?
Y quédate allí
A partir de entonces, Betel iba a ser el lugar de morada de Jacob. Tenía que ir a la casa de Dios y habitar, vivir, quedarse allí. Ese lugar de morada debía ser el mismo en que Dios habitaba, sin abandonarlo otra vez. Allí había de servir a Dios y levantarle un altar para presentarle ofrendas, e invocar Su nombre.
Es un gran privilegio morar en la presencia de Dios, pero el corazón de Jacob no era del todo puro delante del Señor, no pudiendo decir como el salmista: «Una cosa he demandado a Jehová, esta buscaré: que esté yo en la casa de Jehová todos los días de mi vida, para contemplar la hermosura de Jehová y para buscarlo en su Templo» –Sal. 27:4. No deseaba con devoción habitar en la casa de Dios para siempre y contemplar Su poder y Su gloria en el santuario –Sal. 23:6; 63:2.
Mucho menos podía dirigirse a la casa del Señor con regocijo. Todavía existían serios obstáculos que debían ser quitados. Había dioses ajenos entre ellos que impedían tener comunión con el Dios vivo y verdadero.
Aunque sea un gozo estar en la presencia de Dios, es Su habitación santa, y la santidad adorna Su casa. Sólo podremos entrar allí cuando obedezcamos la voluntad de Dios de manera práctica.
Esto explica que Jacob tuvo que prepararse para encaminarse hacia Betel. Tanto su vida práctica como la condición espiritual de él y su familia, tenían que ajustarse a la santidad de la casa de Dios.
El llamamiento de Dios
Para resumir, podemos decir que este segundo llamamiento de regresar a Betel se compone de cuatro partes:
1. Jacob tenía que levantarse y hacer los preparativos necesarios para poder presentarse delante de Dios.
2. Debía subir hasta Betel, la casa de Dios, al lugar donde Dios habitaba y en el cual se le había revelado.
3. En adelante, ése iba a ser también el lugar de morada de Jacob, quien se convertiría en un miembro de la familia de Dios –Ef. 2:19.
4. El altar tenía que construirse allí. Jacob debía adorar en el lugar que Dios mismo había escogido para hacer habitar Su nombre.
¡Levanta! Regresa ahora a Betel
¡Donde Yo a ti me aparecí!
Evoca a la mente el voto solemne
¡Que tú me hiciste allí!
Te he acompañado en el camino,
Mas Betel es el lugar,
Do debes ir, do has de estar
Y mi gracia y amor contemplar.
BETEL, LUGAR DE LA MORADA DE DIOS
Génesis 35
De nuevo en Betel
El cristiano que aprende la verdad de Betel, la casa de Dios, será consciente de las prerrogativas y responsabilidades que lleva aparejadas. Esta persona tomará concienzudamente su lugar como piedra viva de la casa de Dios y miembro de la familia de Dios, comportándose en su vida práctica con arreglo a esta casa.
Ahora, pues, tenemos ante nosotros la presentación de estos detalles de la vida de Jacob. La voluntad de Dios para él era que subiera a Betel para hallar el lugar de la casa de Dios, y vivir allí como sacerdote delante de Él. A tal extremo nos quiere llevar Dios también a nosotros. Él nos educa como hijos Suyos, y de vez en cuando se vale de toda clase de medios –como vemos en la vida de Jacob– con el fin de llevarnos a Su casa y a Su presencia.
Al contemplar la manera como Jacob regresó a Betel, nos conviene fijarnos en el significado de este lugar bajo una perspectiva del Nuevo Testamento. La verdad de Betel, la verdad de que Dios tiene en la tierra una casa, es algo que se ha comprendido completamente en la presente dispensación, sobre la base de la obra consumada de Cristo y la venida del Espíritu Santo.
Su fundamento está en la montaña santa
Ya hemos visto que la casa de Dios, la Iglesia, está fundamentada en Cristo, la Piedra viva. Es muy notable ver que Génesis 28 nos habla del pilar de piedra que, en figura, se trataba de la «casa de Dios», el futuro lugar de la morada de Dios –v. 22. Jesús habló del templo de Su cuerpo, ya que en Él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad –Juan 2:19-22; Col. 2:9–. La Iglesia que se edifica en Él también es el templo de Dios, una morada de Dios por el Espíritu –1 Cor. 3:16; Efe. 2:20-22. Cristo y la Iglesia son en realidad uno, y Él ha querido que sea el lugar de morada de Dios en el tiempo presente.
El hecho bendito de que Dios mora aquí en la tierra, está basado en la redención. Las apariciones de Dios a los patriarcas eran solamente temporales. Cuando terminó de hablar con Jacob, le dejó, y se alejó otra vez de él –Gén. 35:13. Dios vino a vivir en medio del pueblo de Israel de forma permanente tras su liberación de Egipto y la construcción del tabernáculo. Dentro de él, se sentaba en el trono del propiciatorio, en el sitio donde la sangre de la redención se había rociado. En otras palabras, Dios habitaba en el tabernáculo y más tarde en el templo, sobre la base de la sangre que hablaba de la obra redentora de Cristo.
El hecho de que la expiación es el verdadero fundamento de la casa de Dios, se demuestra de modo significativo en la construcción del templo de Salomón, que se construyó en el campo de Ornán el jebuseo, en donde David construyó un altar a Jehová –1 Crón. 22:1; 2 Crón. 3:1. Allí se hizo redención para un pueblo pecador. En aquel lugar, las exigencias santas y justas de Dios fueron satisfechas a través del sacrificio de un sustituto consumido por el fuego del juicio divino. Entonces fue construido el templo en el mismo lugar donde la ira de Dios se había vertido. Por lo tanto, dice el salmista que la casa de Dios está fundamentada en Su monte santo, donde hizo manifiesta Su santidad y ésta fue satisfecha –Sal. 15:1; 48:1; 87:1.
La sustancia es de Cristo
Pero estas cosas eran las sombras de las cosas buenas que tenían que venir, de la sustancia que es de Cristo –Col. 2:17; Heb. 10:1. Dios habita ahora entre Su pueblo redimido de forma diferente. En el Antiguo Testamento, la columna de nube se retiraba del santuario, pero éste ya no es el caso porque el Espíritu habita con nosotros para siempre. El Espíritu Santo mora con nosotros y estará en nosotros –Juan 14:16-23–. Jesús y el Padre han hecho su morada en nosotros. Estas bendiciones, sobre todo la presencia del Espíritu en el pueblo de Dios, no se podían comprender bajo el antiguo pacto, ya que Dios habitaba en oscuridad, separado del pueblo, y nadie tenía acceso a Él. El sumo sacerdote tenía el privilegio de entrar en el lugar santísimo con la sangre de la redención una vez al año.
Cuando vino la plenitud del tiempo y Cristo consumó la obra de la redención, Dios podía habitar en la tierra de forma totalmente diferente. Él ya no está sentado en el trono de un templo de piedra, sino en un templo de piedras vivas. El lugar de morada actual de Dios se compone de pecadores salvados, vivificados por Cristo y que tienen al Espíritu Santo en ellos.
Como cristianos, somos agrupados por el Espíritu Santo de entre los judíos y los gentiles. Juntos constituimos el templo de Dios, la casa de Dios, mientras que a la vez pertenecemos a la familia de Dios como miembros en un sacerdocio santo y espléndido. Estos dos pensamientos van unidos: los que componen la morada de Dios por el Espíritu son también los que tienen acceso libre a Él –véase Ef. 2:19-22; Heb. 3:1-6; 1 Ped. 2:4-10. Las personas, que como piedras vivas edifican una casa espiritual, constituyen asimismo un sacerdocio santo para acercarse a Dios y ofrecerle sacrificios espirituales.
Estas dos características se encuentran también en la ciudad de Dios, la nueva Jerusalén que vendrá del cielo de Dios. Ésta es una figura de la Iglesia en la gloria, la esposa del Cordero; en una palabra, todos los creyentes de la dispensación actual. Pero éstos son las mismas personas que entran en la ciudad celestial y tienen acceso al trono de Dios y del Cordero –Apoc. 21:27; 22:3. Así, la casa de Dios es al mismo tiempo la familia de Dios. Dios está rodeado de Sus hijos, que se acercan a Él para rendirle culto y adorarle. Ésta es la verdad de Betel.
DESECHANDO A LOS DIOSES AJENOS
Génesis 35
Cómo nos debemos conducir en la casa de Dios
Betel era un lugar santo, al cual Jacob y su familia debían adaptarse. Lo mismo sucede con nosotros, ya que existen ciertos requisitos para nuestra conducta en la casa de Dios, que es la Iglesia del Dios viviente –1 Tim. 3:15.
La casa de Dios es todavía un lugar santo. Tanto es así que está fundamentada en la obra consumada de Cristo, que ha satisfecho las exigencias justas de Dios y nos ha llevado a Él. La santidad de Dios se ha manifestado en su grado más alto en la cruz del Calvario. Cristo, que no conocía pecado, fue hecho pecado por nosotros para que fuésemos hechos justicia de Dios en Él. La santidad de Dios era tan alta que Él no pudo escatimar a Su propio Hijo, cuando Él tomó nuestro lugar en el juicio.
La obra de Cristo sirvió para glorificar a Dios, ensalzar Su santidad y justicia. En consecuencia, Cristo está ahora glorificado a Su diestra en el cielo, y el Espíritu Santo ha descendido a la tierra. Un Hombre fue tomado a la gloria, y Dios el Espíritu Santo descendió a la tierra para reunir a toda la Iglesia y hacer Su morada con nosotros. Tales son los efectos trascendentales de la obra de Cristo.
Si es el Espíritu Santo quien habita en la Iglesia, debe ser en conformidad a la santidad de Dios. Nada impuro debe introducirse en este templo santo, porque la santidad adorna la casa de Dios –Sal. 93:5–. Si esto era verdad con respecto al templo de Dios en tiempos del Antiguo Testamento, ¡cuánto más para la Iglesia que será Su lugar de morada por la eternidad!
Cuando comprendamos la santidad de la casa de Dios, purificaremos nuestros corazones. Todas nuestras cosas serán coherentes con el servicio que prestemos a este Dios santo, y quitaremos de en medio todo lo que nos impida habitar en Su presencia.
Ésta es la decisión que tomó Jacob una vez se dispuso en camino hacia la casa de Dios: «Entonces Jacob dijo a su familia y a todos los que con él estaban: Quitad los dioses ajenos que hay entre vosotros, limpiaos y mudad vuestros vestidos. Levantémonos y subamos a Betel, pues y allí haré un altar al Dios que me respondió en el día de mi angustia y que ha estado conmigo en el camino que he andado» –vv.2,3.
No podemos servir a Dios y a los ídolos. No podemos entrar en la presencia de Dios con nada que sea contrario a Su santidad. Betel, la casa de Dios, es un lugar santo, y ahora Jacob empezó a entenderlo. Por lo tanto, él y su familia se sometieron a un saneamiento minucioso:
1. Quitaron a los dioses ajenos y se volvieron de ellos al Dios vivo y verdadero, dedicándose a Su servicio por entero –véase 1 Tes. 1:9.
2. Se purificaron a sí mismos, algo que nos habla del lavamiento del agua por la Palabra –véase Ef. 5:26.
3. Cambiaron de vestiduras, lo que en figura nos habla de revestirse del Señor Jesucristo –véase Rom. 13:14.
El origen de la idolatría
Cuando se apareció el Dios de gloria a Abraham, éste abandonó el lugar de idolatría, Ur de los Caldeos, para dirigirse a la tierra que Dios le mostraba. Isaac continuó también en la adoración del Dios viviente, pero en la familia de Jacob los ídolos tomaron nuevamente su lugar. Parece ser que fue a causa de la acción de Raquel –Gén. 31:19-35. Entonces, esta purificación fue necesaria, porque Jacob se estaba dirigiendo al lugar de morada del Dios vivo y verdadero.
Observemos por unos instantes cuáles son los orígenes de la idolatría. Tras la caída del hombre en el pecado, éste volvió su espalda a Dios, y Satanás, quien le había engañado, se apoderó de él con más énfasis. Detrás de los ídolos hay poderes satánicos –Deut. 32:17; 1 Cor. 10:20. Como el hombre ya no conocía al Dios verdadero, era muy fácil que cayera bajo la influencia de estos poderes satánicos, y entonces comenzó a adorar a toda clase de dioses falsos: imágenes de criaturas, de cuerpos celestiales y espíritus de antepasados. Adoraba y servía a la criatura antes que al Creador, quien es bendito para siempre, amén –Rom. 1:25.
El propósito del llamamiento de Abraham, era separarlo de este mundo en el que la idolatría se había convertido en una práctica corriente, convertirle en progenitor de un pueblo que pertenecería al Dios vivo. Pero esto se realizó sólo en parte en la historia de Israel. Una y otra vez, se desviaron del Señor para servir a los ídolos. Ya hemos visto que los ídolos habían tenido cabida otra vez en la familia de Jacob. En la tierra de Egipto, Israel sirvió a los ídolos egipcios –Ezeq. 20:4-8, y en el desierto sirvieron al becerro de oro y a las huestes del cielo –Hechos 7:41,42. En la tierra prometida, se entregaron a los dioses de los cananeos y de las naciones colindantes. Debido a su infidelidad, los israelitas fueron finalmente deportados, primero las diez tribus y después las otras dos. Parecía que se había llegado a una ruptura entre Dios y Su pueblo, a pesar de que más tarde Él ocasionara el regreso de Babilonia de un remanente para que se cumplieran las promesas con respecto al Mesías.
Sin embargo, el pueblo no aceptó a Su Mesías, con lo cual Dios mantiene hoy una disputa con Su pueblo, así como unos cargos contra ellos, no sólo por culpa de su idolatría, sino porque rechazaron al Señor Jesucristo. El espíritu inmundo de idolatría dejó la casa durante un tiempo, pero volverá a entrar en ella –Mat. 12:43-45.
Esto ocurrirá cuando Israel acepte al anticristo, el cual se presenta en su propio nombre, y le adore en el templo de Dios –Juan 5:43; 2 Tes. 2:4. La relación entre Dios y Su pueblo se restaurará solamente durante las pruebas de los últimos tiempos, cuando los juicios de Dios los refinen y se vuelvan arrepentidos a Aquel a quien traspasaron –Zac. 12:10.
La historia de Israel ha demostrado que el hombre natural es incapaz de servir a Dios. La ley no hacía a nadie perfecto, débil como lo era a través de la carne. Sólo demostró que el hombre era pecador e incapaz de mejorar. Hacía falta un nuevo hombre con un corazón nuevo y una naturaleza nueva que respondieran a la voluntad de Dios. Éste es el don gratuito de Dios para nosotros, si nos volvemos en fe a Cristo.
Convertirse de los ídolos a Dios
Durante el tiempo actual, Dios selecciona de entre los judíos y las naciones a un pueblo nacido de nuevo, la Iglesia de Dios que Él compró con la sangre de Su propio Hijo. Él nos ha llevado a una relación íntima con el Dios vivo y verdadero. En referencia a la iglesia de los tesalonicenses, Pablo dice que era «en Dios Padre y el Señor Jesucristo» –1 Tes. 1:1; 2 Tes. 1:1. Ellos se volvieron de los ídolos para servir al Dios vivo y verdadero, y para esperar a Su Hijo de los cielos. Volvieron sus espaldas a aquellas vanidades y sirvieron al Dios verdadero, el Creador y Sustentador del universo –Hechos 14 y 17.
El apóstol Juan habla también de nuestra comunión con el Dios verdadero, cuando dice: «Pero sabemos que el Hijo de Dios ha venido y nos ha dado entendimiento para conocer al que es verdadero; y estamos en el verdadero, en su Hijo Jesucristo. Este es el verdadero Dios y la vida eterna» –1 Juan 5:20. Nuestro conocimiento del Dios verdadero es tal, que estamos en Él, en Su Hijo Jesucristo. Luego aquí, encontramos los mismos privilegios que toda la iglesia de Tesalónica disfrutaba, según las palabras de Pablo.
Hemos sido llevados a Dios, y gozamos de una relación muy íntima con Él. Este vínculo de comunión con el Dios verdadero es tan real que incluso se nos dice que estamos en Él. Todo ello lo debemos a la obra de Su Hijo, que es el Dios vivo y posee vida eterna en Sí mismo, quien nos ha hecho partícipes de Su vida. Somos nacidos de Dios, y por lo tanto pertenecemos a la familia de Dios en la comunión con el Padre y el Hijo.
Pero nuestra vida práctica puede no ser coherente con esta comunión divina. Por eso Juan concluye su primera epístola avisándonos: «Hijitos, guardaos de los ídolos» –1 Juan 5:21. El peligro que entraña introducir a dioses ajenos, también es algo que no deberíamos subestimar. Estos dioses no tienen que ser necesariamente de madera o de piedra. Puede ser un ejemplo la codicia, otra forma de idolatría –Col. 3:5.
Los dioses visibles y tangibles se han introducido también en la cristiandad. Pensemos, por ejemplo, en la iconolatría y en la veneración de los santos y sus reliquias. Por este motivo, el Señor acusa a la Iglesia infiel de idólatra y adúltera –Apoc. 2:4,14,20. Igual que en la historia de Israel, la historia del testimonio cristiano es de decadencia y apostasía. Después del arrebatamiento de los verdaderos creyentes, los profesantes que permanezcan aún aquí caerán en gran idolatría junto con los judíos renegados, ya que adorarán al anticristo y a la bestia salida del mar, el gobernante del Imperio Romano revivido, y a Satanás mismo –Apoc. 13:4. El objeto de su adoración ese día será, por así decirlo, una trinidad satánica.
La segunda venida de Cristo pone punto y final a esta culminación de la idolatría. Él destruirá al anticristo, al hombre de pecado, con el esplendor de Su venida –2 Tes. 2:8. El falso profeta será lanzado vivo al lago de fuego, y la bestia con él –Apoc. 19:20. Satanás será atado por mil años, con lo cual no engañará más a las naciones. Esto denota una nueva era en la que las naciones no caerán más en la idolatría. La tierra se llenará del conocimiento de Jehová como las aguas cubren el mar. Los pueblos le servirán unánimes –véase Isa. 11:9,10; Sof. 3:9; Zac. 14:16. Los dioses ajenos habrán desaparecido de Israel completamente, las naciones adorarán al Rey, a Jehová de los ejércitos, y la nueva Jerusalén, el trono de Dios y del Cordero, iluminará la tierra con su luz celestial.
¿Y qué hay de mí? Despierta, alma inmortal,
y acomete juicio imparcial;
Mira si no aparecen dioses extraños,
ídolos en tu corazón estimados.
LA ENCINA JUNTO A SIQUEM
Génesis 35
Cómo se destrona a los dioses ajenos
Es extraordinario ver cómo los dioses ajenos en la familia de Jacob llegaron a su final. Jacob los escondió bajo la encina que estaba junto a Siquem: «Ellos entregaron a Jacob todos los dioses ajenos que tenían en su poder y los zarcillos que llevaban en sus orejas, y Jacob los escondió debajo de una encina que había junto a Siquem» –v.4. Este lugar es una figura de la cruz y de la tumba del Señor Jesús, que triunfó sobre los poderes idolátricos cuando se sumergió en la muerte como Aquel que parecía desprovisto de poder.
Sabemos que la caída del hombre provocó la sujeción del mundo a la esfera de influencia de Satanás. El hombre, que tenía que gobernar la creación de Dios, escuchó la voz de la serpiente. De este modo se colocó él mismo con todo lo que poseía bajo la autoridad del enemigo. El mundo entero yace bajo el dominio del maligno –1 Juan 5:19 V.M.. Esto significa que está bajo el control del inicuo, caracterizado por los rasgos que distinguen al príncipe de este mundo. Las Escrituras nos dicen que los principios de la codicia y el orgullo controlan este mundo –1 Juan 2:16–, lo que demuestra que los principios malignos que provocaron la caída de Satanás, y con los cuales engañó también al hombre, son hoy en día los rasgos característicos del sistema mundial que él gobierna.
Cuando el diablo trató de humillar al segundo Hombre, tenía razón cuando dijo: «A ti te daré todo el poder de estos reinos y la gloria de ellos, porque a mí me ha sido entregada y a quien quiero la doy» –Luc. 4:6. El Señor no le contestó. Satanás es el gobernante o príncipe de este mundo, del cual se nos advierte en el evangelio de Juan que se le llamó por este nombre tres veces –Juan 12:31; 14:30; 16:11. Tiene poder sobre este mundo y lo ejerce por medio de sus demonios, los ángeles caídos.
Ellos son «los gobernadores de las tinieblas de este mundo» –Ef. 6:12–. Controlan el mundo, y, en consecuencia, éste se halla inmerso en las tinieblas espirituales. El hombre se ha convertido en el esclavo de su propia codicia e idolatría.
Estos poderes ejercen su control sobre el cosmos, es decir, el universo como sistema ordenado e inteligente, pero sólo hasta el extremo que Dios tolera. Satanás gobierna el cosmos, y él también es dios del presente siglo malo –Gál. 1:4; 2 Cor. 4:4; Ef. 2:2. Esto significa que él es el dios del sistema mundial en su actual carácter, en este siglo caracterizado por la corrupción y la idolatría.
La época presente en la que se le adora como el dios de este siglo, se acerca a su fin. Amanece en cambio el «siglo venidero», en el cual toda rodilla se doblará ante el Dios verdadero y Su Cristo. Entonces el cosmos se verá liberado del poder de su actual gobernador, y el gobierno será entregado públicamente en manos de nuestro Señor y de Su Cristo –Apoc. 11:15. Satanás será derrotado y atado hasta que tenga lugar su juicio final en el ocaso del milenio.
Ahora es el juicio de este mundo
Lo que queremos destacar ahora es que, en principio, Satanás y sus poderes ya han sido juzgados en la cruz. El Señor se refirió a este hecho dos veces, una dirigiéndose a las multitudes y otra a los discípulos. Al levantar a Cristo sobre la cruz, se pronunció un juicio sobre este mundo, y por la misma razón el gobernador de este mundo tuvo que ser expulsado –Juan 12:31-33. La palabra griega que se emplea por «juicio» aquí significa una pesquisa judicial que se lleva a cabo para dar un veredicto. En el Calvario, el mundo llevado por su representante se rebeló contra su Creador. Manifestó una rebelión abierta en contra de Dios, y así es como selló su propia condenación. La maldad de su representante también salió a la luz, y por lo tanto sería expulsado fuera. La ejecución de este veredicto la hallamos en el libro del Apocalipsis, que tiene lugar en tres etapas en cuanto a Satanás: la primera, cuando será expulsado del cielo, después al abismo y finalmente al lago de fuego –Apoc. 12:9; 20:3,10.
La segunda ocasión en que el Señor habló del juicio de este mundo y de su representante, lo hizo con respecto a la venida del Espíritu –Juan 16:8-11. El Espíritu Santo iba a convencer al mundo de pecado, de justicia y de juicio. La presencia del Consolador sería la evidencia concluyente de las siguientes tres cosas: de pecado, de justicia y de juicio. Este último es un juicio final. El Cristo que el mundo ha rechazado ha sido ensalzado a la diestra de Dios en los cielos, en donde espera el día en que le reconocerán, y Sus enemigos serán hechos estrado de sus pies. La irrevocable evidencia de estas realidades es debida a la presencia del Espíritu Santo en la tierra, como resultado de la glorificación de Cristo en el cielo. El mundo no debe pensar que escapará del juicio, porque su representante ya ha sido juzgado.
Cuando Cristo fue crucificado, obtuvo realmente la victoria sobre Satanás y sus poderes: «Y despojó a los principados y a las autoridades y los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz» –Col. 2:15. Cuando parecía que estas principalidades estaban venciendo sobre Él, en realidad ocurrió lo contrario: Él venció sobre ellas, y tomó Su lugar a la diestra de Dios «sobre todo principado y autoridad, poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no sólo en este siglo, sino también en el venidero» –Ef. 1:21.
El mundo me ha sido crucificado por la cruz
Por este motivo, la cruz constituye la encrucijada en la historia del mundo. El mundo y su representante fueron juzgados aquí. Así, el creyente ya sabe que merced a la cruz ha terminado con el mundo. El mundo me ha sido crucificado y yo al mundo –Gál. 6:14. La cruz nos separa del mundo que está condenado. Nos convierte en ciudadanos de un mundo nuevo, de un reino en el cielo, de un reino que no es de aquí –Juan 18:36. Aunque estemos todavía en el mundo, no somos de él, ya que estamos unidos con Aquel que se fue de este mundo para ir al Padre. Nuestro verdadero lugar y nuestro futuro son donde Él está, en la presencia del Padre –Juan 17:11-24.
Sólo somos peregrinos aquí, y suspiramos por el siglo que ha de venir –Tito 2:12,13. Hemos obtenido la liberación del presente siglo malo –Gál. 1:4. Cristo el Crucificado nos ha llevado a Él –Juan 12:32. Y el Padre nos ha acercado y nos ha dado al Hijo –Juan 6:37, 44; 17:2, 6, 9, 24. Nos ha liberado del poder de las tinieblas y nos ha trasladado al reino del Hijo de Su amor –Col. 1:12,13. Pertenecemos a un mundo nuevo cuyo Representante es el Señor resucitado y glorificado.
Naturalmente, se plantea la pregunta de cómo podemos experimentar esto de manera práctica. ¿Hasta qué punto tomamos realmente nuestro lugar en la cruz y en la tumba de Cristo? ¿Entendemos que estamos unidos a Él? Observemos a María Magdalena. El Señor la había liberado del poder de Satanás; siete demonios salieron de su interior. Ella no se alejó del lugar donde su Salvador estaba enterrado porque se sentía unida a Él, y por este motivo fue ella quien le conoció como el que había resucitado, y la Cabeza de una familia celestial –Juan 20:11ss.
El lugar donde se aniquiló el poder de Satanás, es de lo que habla la encina junto a Siquem. Es el lugar de muerte, donde uno termina con una vida de pecado y mundana. Siquem representó el punto fuerte en la vida de la familia de Jacob, así como Peniel lo fue en la vida personal de Jacob. En este lugar, dejaron atrás a sus ídolos. Se podría decir que enterraron aquí su pasado y que se purificaron para ser aptos para la santidad de la casa de Dios, Su presencia santa en Betel.
Señor, reverentes nos rezagamos
En el amparo de Tu cruz,
Que por más los corazones ha sellado
Al mundo y a toda su luz.
EL ALTAR EN BETEL
Génesis 35
El lugar El-Betel
Jacob y sus hijos se hallaban ahora en buena disposición de presentarse ante Dios en Betel. Se habían purificado y desecharon a los ídolos, con lo cual podían dedicarse al Dios vivo y verdadero que deseaba ser servido en Su casa.
Gracias a la protección de Dios, podían proseguir hasta Betel sin impedimentos, y una vez allí Jacob construyó un altar: «Cuando salieron, el terror de Dios cayó sobre las ciudades de sus alrededores, y no persiguieron a los hijos de Jacob. Llegó Jacob a Luz, es decir, a Betel, que está en tierra de Canaán, él y todo el pueblo que con él estaba. Edificó allí un altar y llamó al lugar ‘El–Betel’, porque allí se le había aparecido Dios cuando huía de su hermano» –vv. 5-7.
Cuando Jacob volvió al punto de partida de su viaje, lo primero que hizo fue construir un altar. Al final de su viaje prometió a Dios que le honraría en ese lugar –Gén. 28:22. Así, después de al menos treinta años, llegó el día en que tenía que cumplir su promesa. Ocurrieron muchas cosas durante toda esa extensión de tiempo, en el que Dios se había preocupado de llevar a Jacob de vuelta a Betel. Ahora se encontraba allí para erigir un altar —con arreglo a las instrucciones de Dios— en el lugar donde Dios se le apareció cuando huía de su hermano. Fue un altar al Dios que le respondió en el día de su angustia, y que le había acompañado en el camino que anduvo –v.3.
Tenemos un altar
Aquí fue donde Jacob mostró ser agradecido a Dios, en el lugar que Dios escogió. No fue un lugar elegido al azar, o uno que Jacob hubiera preferido más buscar él, como fue el caso de su altar en Siquem. Se trataba del lugar elegido por Dios. Más tarde, fue aplicado el mismo principio al pueblo de Israel, como se deduce en el libro de Deuteronomio. No debían servir a Dios en todos los lugares que veían, sino en el lugar donde Él eligió hacer habitar Su nombre –Deut. 12-16. Los israelitas tuvieron que buscar ese lugar en una de sus tribus para dirigirse hacia allí, y regocijarse en presencia de Jehová su Dios.
Para nosotros también es válido el mismo principio. Rendimos culto a nuestro Dios en el lugar de Su elección, donde Él desea habitar entre los Suyos, en donde nos congregamos en el nombre del Señor Jesús –Mat. 18:20. No tenemos un altar visible como Israel de antaño, sino que tenemos uno espiritual. En realidad, nuestro altar es Cristo mismo. Él es el centro de nuestra adoración y venimos a Él para ofrecer, a través de Él, el sacrificio de alabanza a Dios.
Este «altar» es de una clase totalmente distinta del altar del holocausto en el tabernáculo –véase Heb. 13:10-15. Es un altar fuera del campamento judío, asociado a un nuevo estado de cosas que se convirtieron en una realidad solamente después de la exaltación de Cristo y del descenso del Espíritu Santo. El judaísmo era sólo una sombra de las cosas que venían, porque la sustancia es de Cristo –Col. 2:17. El altar del holocausto, por ejemplo, hablaba tanto de Su naturaleza humana –la madera de acacia– como de Su poder divino que resistía el fuego consumidor del juicio –el bronce–. El actual sistema de adoración, no obstante, tiene que ver con la adoración al Padre en espíritu y en verdad –Juan 4:23–. No posee lugares terrenales de peregrinaje. Nosotros adoramos a Dios en el Espíritu –Fil. 3:3.
La epístola a los Hebreos nos muestra cuántos contrastes existen entre el judaísmo y el cristianismo. Entre otras cosas, tenemos un altar del cual los que sirven al tabernáculo no tienen derecho a comer –Heb. 13:10. No tiene nada que ver con el antiguo sistema de adoración. Los que tienen relación todavía con el judaísmo, no tienen el derecho a comer de nuestro altar. No tienen comunión con Cristo, a quien expulsaron de Jerusalén, su lugar central de culto. Pero nosotros que le seguimos, nos identificamos con Él y le reconocemos como el Centro de un nuevo orden de servicio divino basado en Su presencia entre los Suyos y en la guía del Espíritu. Nos congregamos en el nombre de Jesús, que murió y está vivo por siempre más, y le recordamos.
Podemos hablar, pues, del altar cristiano distinto del altar judío. Por medio de Cristo, ofrecemos sin cesar el sacrificio de alabanza a Dios, es decir, el fruto de nuestros labios, dando gracias a Su Nombre. Cristo, el verdadero Centro de nuestro culto, santifica nuestras ofrendas. Él las hace aceptables a los ojos de Dios y por Él tenemos acceso a Dios entrando en el santuario. Por esta razón nos explica Pedro que somos un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo –1 Ped. 2:5.
Somos partícipes del altar
El hecho de que participamos de este altar se resalta sobre todo en el partimiento del pan, al participar de aquello que habla de la sangre y del cuerpo de Cristo, que Él ofreció por nosotros. Es la comunión de Su sangre y de Su cuerpo. Tenemos comunión con el Cristo que murió por nosotros, igual que los israelitas participaban del altar cuando comían de las ofrendas que sobre él se ofrecían –1 Cor. 10:14-18. Para nosotros, Cristo es la ofrenda y el altar que santifica la ofrenda –véase Mat. 23:19. Tenemos comunión con Él al alimentarnos de Su Persona y de Su obra, de Su sacrificio, que adquirió todo el majestuoso valor de Su Persona a los ojos de Dios.
Esto nos lleva al significado de las comidas sacrificiales en Israel, en especial de las ofrendas de paz y los sacrificios de acciones de gracia –Lev. 3 y 7. El vínculo mutuo de comunión en esas comidas tipifican nuestra comunión cristiana en la mesa del Señor. La mejor parte de estas ofrendas era para Dios, y se ofrecían a Él sobre el altar del holocausto. Todos los que eran limpios podían comer de él –Lev. 7:19-21. Entonces, todos ellos participaban de la misma ofrenda. Existía un vínculo común de comunión entre ellos, que se basaba en la participación de la ofrenda y del altar.
Para nosotros significa lo mismo cuando participamos de la mesa del Señor, ya que nos congregamos en Su nombre. Recordamos que la mejor parte de la ofrenda de paz –toda la grosura– era para Dios. Esto habla de la fragancia de la obra de Cristo delante de Dios, ya que Él le glorificó y se ofreció sin mancha a Dios. Desde que somos sacerdotes de nuestro Dios, también participamos del sacrificio de Cristo, del cual testificamos mediante la fracción del pan, y cuando recordamos Su amor tenemos presente todo el valor de Su muerte ante nosotros. Contemplamos el amor y la fuerza con que Cristo se ofreció a Dios –tipificado en el pecho y el muslo derecho de la ofrenda de paz–.
La cena del Señor nos recuerda el sacrificio perfecto de Cristo. Expresamos el valor de esta ofrenda única a través de los sacrificios espirituales que ofrecemos a Dios. El Cristo vivo nos invita a recordarle como el Cordero que fue sacrificado, y a llevar nuestras ofrendas de alabanza y adoración. En este sentido, nos parecemos a los israelitas que venían con sus ofrendas de paz, pero además, con sus ofrendas voluntarias y ofrendas de grano al tabernáculo de reunión en el altar del Señor.
El altar es el lugar donde Dios y el hombre se citan. El hombre se acerca a Dios para presentarle sus ofrendas, Dios se ve con el hombre para tener comunión con él y bendecirle allí. Tanto Dios como el hombre se alimentan de las ofrendas. Participan de (la apreciación de) los mismos sacrificios. Entonces, el altar es el lugar de culto, pero además el lugar de comunión. Dios habita cerca del altar, y es allí que se le conoce como el Dios de Su casa.
Jacob llamó el nombre de su altar El-Betel, es decir, «Dios de la casa de Dios». Cuando se acercó para honrarle en ese lugar, se encontró con Él como el Dios de Su casa. Dios se reveló a él como Aquel que tenía una morada en la tierra, un lugar donde Jacob pudiera habitar en Su presencia. Le vemos, pues, como Aquel que convida a los Suyos a entrar en el lugar santo y habitar en Su presencia. Dios nos convida como hijos Suyos porque le gusta tener comunión con nosotros. Él desea revelarse a nosotros como un Padre de amor. El lugar del altar de Dios es el lugar donde Él habita en medio de Su pueblo. Tal es el sitio que responde a Su voluntad, donde Él reúne a los Suyos alrededor de Su amado Hijo.
LA ENCINA DEL LLANTO
Génesis 35
Somos libres de la Ley
El relato sobre las experiencias de Jacob con la casa de Dios se ve interrumpido de pronto por el anuncio de la muerte y entierro de la criada de Rebeca: «Entonces murió Débora, nodriza de Rebeca, y fue sepultada al pie de Betel, debajo de una encina, la cual fue llamada ‘Alón–bacut’ –esto es, la encina del llanto–» –v.8.
Este hecho es un detalle relacionado con Betel. Como consecuencia de la alta edad que alcanzaban las personas de aquellos días, este suceso debió de ocurrir después del regreso de Jacob a Betel. Algunas traducciones dicen que Jacob dio su nombre a la encina, pero además de la cuestión de la fecha del suceso, esta incidencia es muy importante para nuestro argumento, de modo que este versículo no puede haberse insertado ahí por casualidad.
Se puede observar que en estos versículos se habla dos veces de una encina. El árbol cerca de Siquem determinaba el punto de donde los ídolos fueron arraigados –v.4. El primer árbol es una figura de la cruz, el lugar donde Satanás y sus poderes han sido juzgados. La segunda encina nos muestra otro aspecto de la cruz, sobre todo que el mundo idólatra y sus poderes, el mundo religioso y sus profesantes, han tenido su final allí. –v. 18.
Esta característica de la cruz se puede ver especialmente en la epístola a los Gálatas. La muerte de Cristo deshizo el vínculo con la criada, la ley, y fue el final del período de tutela en que los judíos vivieron en esclavitud bajo los elementos del mundo. Pablo dice que la Ley les mantenía bajo su cuidado. La Ley era su tutor –Gál. 3:23-25. Él empleó el término «pedagogo» aquí, es decir, alguien que se responsabilizaba de un niño y le acompañaba, no un tutor en el sentido moderno de la palabra.
La posición de los judíos antes de la venida de Cristo era del siguiente modo: como niños pequeños, se les había sometido bajo el amparo de la Ley. La Ley era su tutor para Cristo, les preparaba en un aspecto para la venida de Cristo y el establecimiento de una base nueva para una relación de fe con Dios. La Ley dejaba muy claro que el hombre era pecador, y que no podía justificarse con Dios por sus obras. La Ley era nuestro tutor, dice el apóstol, hasta que Cristo vino, a fin de que fuéramos justificados por la fe. Entonces no era la Ley, sino la fe, la verdad revelada tocante a Cristo y Su obra acabada, la cual sería la base de la relación del creyente con Dios. «Pero ahora que ha venido la fe, ya no estamos bajo un guía, porque todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús» –Gál. 3:25-26.
La libertad de los hijos de Dios
Llegado este punto, el apóstol cambia su forma del discurso: ya no es más «nosotros» sino «vosotros», ya que «vosotros» son todos los hijos de Dios, y los creyentes de los gentiles compartían los mismos privilegios que los judíos convertidos. Todos ellos eran hijos de Dios por la fe en el Hijo de Dios. Anteriormente, el judío creyente permanecía en la esclavitud de la Ley, y los gentiles servían a los ídolos. Pero Dios envió a Su Hijo a todos estos esclavos para liberarlos de sus cadenas y ofrecerles la libertad de los hijos de Dios. Ahora están todos ellos en una posición nueva e igual ante Dios, de la cual Cristo es la Referencia y el Modelo.
Así, fueron necesarios dos acontecimientos importantes para ofrecer a todos estos pobres esclavos la adopción de hijos: la venida del Hijo y la venida del Espíritu Santo, que, con gran acierto, es llamado el Espíritu del Hijo de Dios –Gál. 4:6. Cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a Su Hijo para redimir a los que estaban bajo la Ley para que recibieran la adopción de hijos –Gál. 4:5; véase Rom. 8:15; Ef. 1:5. Como hijos y herederos de Dios, se regocijaban en su nueva posición conforme a la gracia. Era en esta misma posición que los gentiles estaban ante Dios por la fe. Esta nueva compañía incluía a los creyentes gentiles, y por ser todos hijos de Dios, Él les envió el Espíritu de Su Hijo a sus corazones, y exclamaron «¡Abba, Padre!»
Esta posición filial establece un contraste con nuestra posición anterior de hijos y esclavos, ya fuera bajo la ley o bajo la esclavitud de los ídolos –Gál. 4:3, 8. En este pasaje, el servir a la Ley se compara con el servir a los ídolos, ya que todo ello pertenece a los elementos mundanos de los que la muerte de Cristo nos ha separado –v.9. Pertenecemos a otro mundo desde que hemos sido trasladados al reino del Hijo amado de Dios. Por lo tanto, debemos comportarnos como hijos y no nutrirnos más de los elementos de un mundo sometido al poder del maligno.
La muerte de Cristo nos ha separado de la Ley, que era nuestra nodriza. La cruz de Cristo no sólo venció y desarmó a los poderes idolátricos, sino que la prescripción de los requisitos que iba en nuestra contra, la Ley, desapareció, fue borrada del mapa y clavada en la cruz. Nuestra conducta no está delimitada ni por el mundo pagano, con sus ídolos, ni por el mundo religioso, con sus leyes –Col. 2:14-17. Nuestra regla de vida es el Cristo resucitado, el Hombre celestial. Con Cristo morimos a los principios básicos del mundo, cuyos elementos se componían de filosofías religiosas y de las tradiciones de los hombres –Col. 2:8, 20. Hemos sido desligados de la Ley, y hemos muerto a todo lo que nos sujetaba para servir en la novedad del Espíritu, y no en la antigüedad de la letra –Rom. 7:6. Ahora estamos en la libertad cristiana. Ya no somos esclavos, sino hijos, y como hijos servimos a Dios en el poder del Espíritu.
Un lugar de llanto
En la práctica, no obstante, es difícil deshacerse de los principios que uno ha aprendido desde que era pequeño. Recordemos que la encina bajo la cual fue enterrada la criada era un lugar de llanto. Con todo, tenemos que separarnos de ella, tal como se evidencia en la vida de Jacob, si queremos al menos habitar en la presencia de Dios como hijos Suyos y como miembros de Su familia. Es necesaria esta separación para poder comprender la verdad de la casa de Dios, la verdad de Betel.
En la historia temprana de la Iglesia, la cruz ya demostró ser un lugar de lamento en este sentido. Qué difícil era abandonar los viejos principios judaicos e irse del campo, el sistema de adoración bajo la Ley. Pedro lo tuvo difícil para abandonar las viejas normas legales de conducta –véase Hech. 10:14; Gál. 2:12. Al cabo de su ministerio, Pablo no podía incluso deshacerse de la influencia de su antigua «criada» –Hech. 18:18; 21:20-26.
Pero el sistema de la Ley es incompatible con el del Espíritu. El primero está caracterizado por el yugo de la letra, el último por la libertad del Espíritu; pero si el Hijo nos hace libres, seremos realmente libres. Así caminamos como hijos en la libertad del Espíritu, tras abandonar el sistema que nos sujetaba en esclavitud. Los principios de este mundo ya no nos controlan, sino aquellos de la casa de Dios. De esta manera, estamos en el lugar donde Dios se da a conocer a Sus hijos y herederos, esto es, a nosotros.
La cruz sangrienta al contemplar
do el Rey de gloria padeció,
riquezas quiero despreciar,
y a la soberbia tengo horror.
SEGUNDA REVELACIÓN EN BETEL
Génesis 35
Jacob encuentra a Dios en Betel
Tras desarraigarse de todo cuanto pudiera recordar su vida pasada en el mundo, Jacob se hallaba ahora en la verdadera posición para encontrarse con Dios. Él podía revelarse otra vez a Jacob. Los ídolos, así como la criada y todos los elementos mundanos que ejercían su influencia en el hombre carnal, habían desaparecido en la tumba. En Betel, Jacob se hallaba en el lugar que Dios tenía previsto para él, la casa donde Dios habitaba y donde puso Su nombre por Su morada. Por lo tanto, le fue ofrecida a Jacob otra aparición divina elaborada sobre las anteriores revelaciones de Génesis 28 y 32.
El profeta Oseas dice que en Peniel luchó con Dios, pero en Betel le halló y Dios habló con él –Oseas 12:4. Dios no se apareció a Jacob esta vez para pelear, sino para hablar y tener comunión con él. Éste había sido el deseo del corazón de Dios durante todos esos años cuando tuvo que llevar a Jacob de vuelta de sus propios caminos. Dios quería que estuviera en Su presencia, a fin de revelarse a él y mostrarle todas las bendiciones que tenía preparadas para él.
Dios se reveló en Betel de la siguiente manera: «Se le apareció otra vez Dios a Jacob a su regreso de Padan–aram, y le bendijo. Le dijo Dios: Tu nombre es Jacob; pero ya no te llamarás Jacob, sino que tu nombre será Israel; y lo llamó Israel. También le dijo Dios: Yo soy el Dios omnipotente: crece y multiplícate; una nación y un conjunto de naciones saldrán de ti, y reyes saldrán de tus entrañas. La tierra que he dado a Abraham y a Isaac te la daré a ti, y a tu descendencia después de ti» –vv. 9-12.
Aquí Dios pudo revelarse a Jacob como lo hizo con Abraham, que fue llamado el amigo de Dios. Jacob ya no era un esclavo porque ahora era libre. Estaba en la casa de Dios como un hijo Suyo, y allí se sentía como en casa. Ya no le aterrorizaba este lugar –véase Gén. 28:17. Estaba en la presencia de Dios consciente de su posición elevada, conociendo la dignidad de esta filiación y recibiendo una visión de los pensamientos de Dios.
Dios nos da a conocer el misterio de Su voluntad
Quizás podemos trazar un paralelo entre este pasaje y la introducción a la epístola a los Efesios. Tan pronto como se nos habla aquí de nuestra gloriosa posición delante de Dios (Dios nos ha predestinado a la adopción de hijos y nos ha aceptado en el Amado), sigue que la sabiduría de Dios y el misterio de Su voluntad han sido revelados a nosotros –Ef. 1:3-9.
Dios no desea otra cosa que revelarse a Su hijos, así como descubrirles Sus pensamientos y misterios de Su corazón. No tenemos la posición de siervos que no saben qué hace su maestro –véase Juan 15:15, sino que hemos recibido la adopción de hijos. Esto quiere decir que podemos conversar sinceramente con Dios acerca de las grandes cosas de Su mente.
¿Cuál es el asunto de la conversación de Dios con Sus hijos? Se centra en Su Hijo amado, el Heredero, con quien heredaremos nosotros también. Esto es lo que llena el corazón del Padre: la gloria de Su Hijo y todo lo que realizará a través de Él, ya que Su plan es congregar en una todas las cosas en Cristo, y nosotros ser coherederos con Él, con quien Dios está satisfecho. Como prueba de ello, fuimos sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es las arras de nuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida –Ef. 1:10-14.
Una triple promesa de bendición
Dios también habló a Jacob de la herencia que tenía provista para Él. En Génesis 35:9-12, hallamos una triple promesa de bendición.
1. Respecto a Jacob mismo. Dios le bendijo y le reiteró lo que ya le había dicho en Génesis 32, acerca del nuevo nombre que tendría desde entonces –Israel= Príncipe con Dios. De la misma manera, vemos en Efesios 1 que somos los objetos de las bendiciones de Dios. Dios nos ha bendecido con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo. También se nos contempla como hombres nuevos aquí. Dios nos ha aceptado en el Amado y no nos observa como en Adán, sino en Cristo. Somos vestidos de todo el favor de Su Persona.
2. Respecto a su descendencia. Dios se reveló ahora a Jacob como el Dios Poderoso, porque en Peniel no podía decirle todavía Su nombre. También se dio a conocer a Abraham y a Isaac del mismo modo –Gén. 17:1; 28:3. Este nombre le caracteriza como Aquel que cuida de los débiles peregrinos y quien es capaz de garantizar el cumplimiento de Sus propias promesas. Ciertamente, puede cumplir todo lo que promete. Como cristianos conocemos a Dios en la más íntima relación de Padre, el nombre que el Hijo reveló.
3. Respecto a la tierra y a la herencia. Dios hizo nuevas las anteriores promesas a Abraham y a Isaac tocante a ellas. Sin embargo, el tema es limitado aquí, ya que el carácter de la bendición es exclusivamente terrenal. Ninguna bendición de la Simiente, ninguna descendencia relacionada con el cielo ni ninguna bendición de todas las naciones de la tierra son mencionadas aquí. Hallamos estas cosas en Génesis 22, de hecho derivadas del sacrificio del Hijo.
Pero en Génesis 35, se hace mucho hincapié en la tierra que Jacob y su descendencia iban a heredar para siempre. Siendo que Jacob había regresado finalmente a la tierra, esto es tanto más comprensible. Esta promesa relacionada con la tierra de Canaán se cumplirá totalmente en el reino milenial, cuando el Redentor venga a redimir la herencia y a restaurar la relación entre Dios y Su pueblo terrenal.
Para nosotros, que pertenecemos al pueblo celestial de Dios, la herencia tiene un carácter espiritual, eterno y celestial –Ef. 1:3. Ésta es la parte detallada de la Iglesia. Indudablemente, en la dispensación de la plenitud del tiempo, la Iglesia reinará sobre la tierra con Cristo, pero nuestro verdadero lugar de morada será el cielo, en la casa del Padre, donde el Hijo ha dispuesto un lugar para nosotros.
Como es natural, Jacob llegó aquí al punto más elevado de su vida:
-Se había purificado de la inmundicia que tenía pegada a él, y se liberó de este yugo.
-Abandonó a los ídolos y las cosas elementales del mundo religioso.
-Regresó de nuevo a la Tierra Prometida, de vuelta a Betel, el lugar de morada de Dios.
-Allí poseía un altar y se acercó a Dios como adorador.
-Estaba en la presencia santa de Dios como un hijo Suyo, recibiendo una visión de Sus pensamientos y planes.
-Permaneció como un hombre nuevo ante Dios. Su relación con Él estaba en orden ahora, y nada podía impedir la comunión con Él.
-Recibió una nueva revelación de Dios, quien se reveló a Jacob y le bendijo con abundantes promesas tanto para él como para su descendencia. Como hijo de Dios, era asimismo heredero de la bendición que Dios le había preparado –véase Rom. 8:17 y Gál. 4:7.
Después de alejarse Dios de Jacob en el lugar donde había hablado con él, ya que no podía habitar en la tierra hasta que la redención no fuera realizada, Jacob conservó el recuerdo de esta maravillosa revelación levantando un pilar en el sitio donde había hablado con Él.
Antes de discutir el significado de esta segunda piedra conmemorativa en Betel, me gustaría llamar la atención del lector a la sorprendente similitud de este pasaje con lo que se nos explica en 2 Corintios 6. Es necesaria la separación del mal para tener comunión con Dios, lo mismo que se puede decir de Jacob, de los corintios y de nosotros también. Dios no puede revelarse a nosotros a menos que respondamos a Su santidad, y nos purifiquemos de todo lo que es contrario a ella. Su templo no permite ninguna contemplación en absoluto con los ídolos. Su casa es un lugar santo. Sólo tras habernos purificado de toda inmundicia, Él nos podrá bendecir y decirnos:
«Y yo os recibiré.
Y seré para vosotros por Padre,
Y vosotros me seréis hijos e hijas,
dice el Señor Todopoderoso»
(2 Cor. 6:14-18)
EL SEGUNDO PILAR DE PIEDRA
Génesis 35
El lugar donde Dios habló con él.
Después de la segunda revelación de Dios a Jacob en Betel, el patriarca levantó otra piedra conmemorativa: «Y se fue Dios de su lado, del lugar desde el cual había hablado con él. Jacob erigió entonces una señal en el lugar donde había hablado con él, una señal de piedra; derramó sobre ella una libación y echó sobre ella aceite. Y Jacob llamó Betel a aquel lugar donde Dios le había hablado» –vv. 13-15.
Betel parece ser un lugar importante, ya que por tres veces se dice que éste era el lugar donde Dios habló o conversó con Jacob. Betel es el lugar de la morada de Dios, el lugar donde Él habla con los Suyos y se les revela. Es la casa de Dios, donde los Suyos se acercan a Él, habitan en Su presencia y con corazones agradecidos le adoran.
Este lugar no puede por menos que presentar un testimonio claro. No es cuestión pasajera su importancia, sino que el estandarte de la verdad siempre es sostenido allí. Éste es el significado del pilar de piedra que Jacob levantó allí. Tenía que ser una señal duradera de la importancia de Betel, el lugar donde Dios habita en medio de los Suyos, y donde se gozan de todo lo bueno que Él les ha preparado.
Al estudiar antes Génesis 28, ya vimos que este pilar de piedra habla de Cristo y de la Iglesia que se edifica sobre Él. Las Escrituras comparan también la Iglesia del Dios vivo con una columna, llamada «columna y defensa de la verdad» –1 Tim. 3:15. La Iglesia es el recuerdo permanente de la verdad acerca de la Persona de Cristo. Por medio de la Iglesia, el testimonio de Cristo se extiende y es mantenido en el mundo.
Un tiempo de avivamiento
Con el paso del tiempo, el testimonio de la Iglesia vino a menos y la casa de Dios se convirtió en un lugar donde entraban todas las cosas deshonrosas para Dios. Ya en el tiempo de los apóstoles, el testimonio respecto a Cristo se vio urdido de falsas doctrinas. La luz de la verdad se apagó y el brillante testimonio de la Iglesia primitiva se debilitó, de manera que la lámpara fue quitada de su lugar –Apoc. 2:5. Durante mucho tiempo, Jacob no tuvo ningún pilar... y durante muchos siglos la Iglesia no poseyó un testimonio claro. Pero entonces Dios permitió una recuperación, y el estandarte de la verdad ondeó de nuevo en el aire. El segundo pilar de piedra testifica de esto. Es una restauración típica del testimonio original, la cual Dios mismo efectuó.
De la misma manera, el relato profético de la Iglesia en Apocalipsis 2 y 3 nos muestra un nivel de restauración, una resucitación de la verdad que se había confiado a la Iglesia desde un principio. Leemos que la iglesia en Filadelfia había guardado la palabra de Cristo y fue fiel al confesar Su nombre –Apoc. 3:8. Aunque mostró signos de debilidad, mientras que tenía sólo «un poco de fuerza» encendió la luz otra vez en la lámpara. Fue un remanente fiel en medio del declive general. Guardó la palabra de Cristo y no negó Su nombre. Se ciñó a la autoridad de la Palabra inspirada y a la del nombre de Cristo.
Además de la verdad de Cristo mismo, la verdad concerniente a la Iglesia edificada en Él también fue restaurada. Los ojos de muchos creyentes se abrieron de nuevo a la verdad de la Iglesia como la casa de Dios. Podría decirse que la verdad de Betel salió nuevamente a la luz. Una vez más, se experimentó la preciosa bendición ligada a este lugar. Mientras que, por una parte, estos cristianos miraban atrás en el tiempo a todos los fracasos que había obtenido la Iglesia, por otra miraban adelante a su glorioso futuro, a su unión con Cristo en la gloria y a su aparición del cielo como el lugar de morada de Dios –Apoc. 3:12; 21:2,10.
Con toda seguridad, esta aplicación espiritual de la Iglesia es con respecto a una aplicación literal de Israel. Existe también una promesa de bendición para Israel en los últimos tiempos. Habrá asimismo un tiempo de avivamiento para el pueblo terrenal de Dios. Poseerán de nuevo su Betel, tal como era el caso en el principio de su historia como nación, cuando la casa de Dios había tenido su lugar central en medio de ellos. En los últimos tiempos, ocurrirá que la montaña de la casa de Jehová se situará a la cabeza de los montes –Isa. 2:2; Mic. 4:1.
La gloria postrera de esta casa será mayor que la primera –Hag. 2:9. Será construida de nuevo según el plan descrito por el profeta Ezequiel, y luego la gloria de Dios llenará el templo otra vez. Regresará a Su pueblo después de que ellos hayan regresado a Él. La mayor bendición de la Sión restaurada será la presencia divina, porque la ciudad se llamará: «Jehová está aquí» –Ezeq. 48:35.
Derramó una ofrenda líquida sobre él
Por último, nos gustaría llamar la atención del lector a un importante detalle relacionado con este segundo pilar de piedra que Jacob levantó en Betel. No sólo derramó aceite encima de él, como lo hiciera en Génesis 28, sino que derramó además una ofrenda líquida, una cierta cantidad de vino. Éste es el primer lugar en las Escrituras donde se habla de esta clase de ofrenda. Más adelante, la hallamos relacionada con las ofrendas quemadas cada día, y con respecto a las fiestas de Jehová –Éx. 29; Lev. 23; Núm. 28 y 29. Una ofrenda líquida cerraba el conjunto de una ofrenda de grano y una ofrenda quemada.
Esta ofrenda líquida de vino habla del gozo que acompaña a la adoración del Señor, y sobre todo si esta adoración está restaurada —como ocurrió en la vida de Jacob. Es la ofrenda de un corazón agradecido que mediante la gracia de Dios ha sido restaurado a Su comunión y al disfrute de Su presencia, agradeciéndole por toda Su bondad. Tales restauraciones van siempre acompañadas de gozo y gratitud hacia Dios, que es quien las ha efectuado. Nos gustaría exponer al respecto la restauración de la adoración del templo bajo el reinado de Ezequías –2 Crón. 29:35-36–, la que tuvo lugar en tiempos de Esdras y Nehemías –Esdras 7:17–, y la futura restauración de Israel –Ezeq. 45:17.
Mientras que el aceite nos habla del poder del Espíritu Santo para extender el testimonio de la verdad, el vino es una figura del gozo que caracteriza a un testimonio recuperado. La ofrenda líquida también es hallada en el Nuevo Testamento –véase Fil. 2:17 y 2 Tim. 4:6. Allí presenciamos el gozo del apóstol al dedicarse al servicio de su Señor, cuando se entrega por completo hasta el extremo de llegar a morir como un humilde seguidor de Cristo.
Con el mismo gozo, este Israel se dedicará al servicio de la casa de Dios después de su regreso a la Tierra Prometida, y de poseer todo cuanto en ella hay. Regresarán a la casa de Jehová con alegría –Sal. 122:1. Sus bocas se inflarán de risas y sus lenguas proferirán cánticos –Sal. 126:2. Habrá gozo eterno sobre sus cabezas, obtendrán regocijo y alegría, y el dolor y el quejido desaparecerán de ellos –Isa. 35:10. Sión prorrumpirá en cánticos y lamentos –Isa. 54:1. Los ayunos de su cautividad se convertirán en gozo y alegría, y en fiestas animadas –Zac. 8:19. La Fiesta de los Tabernáculos, la fiesta de regocijo, y el grato recuerdo de la salvación de Dios serán el motivo, incluso, de las naciones –Zac. 14:16.
Todo ello es aplicado a nosotros como creyentes, que hemos sido bendecidos con bendiciones celestiales. Para nosotros también, la casa de Dios será un lugar de gozo eterno, el lugar donde disfrutaremos ante la presencia de Dios como hijos Suyos, y alrededor del Hijo se centrarán todas las atenciones, el Cordero que fue inmolado. Será el lugar donde empezaremos a deleitarnos y donde nuestro gozo no tendrá fin –véase Luc. 15:24.
En virtud de la gracia de Dios, Jacob encontró el camino de vuelta a Betel, la casa de Dios. Por Su gracia, el hijo pródigo regresó a la casa del padre, y por Su gracia sólo nosotros también tenemos un lugar en la casa de Dios. Es un privilegio que ahora comprendemos con flaqueza, pero pronto gozaremos de él en gloria perfecta allá arriba. La gracia divina nos garantiza un lugar en la casa del Padre, donde la comunión con el Padre y con el Hijo serán nuestro gozo eterno. Seremos recibidos como hijos y no como esclavos, porque «el esclavo no queda en la casa para siempre; el hijo sí queda para siempre» –Juan 8:35.
Padre, tu soberano amor ha buscado
Los alejados de ti, cautivos del pecado;
La obra que tu propio Hijo ha efectuado
En paz nos ha devuelto a Ti y liberado.
Tú nos diste Aquel, en amor eterno,
Para llevarnos a Ti, al hogar,
Aptos para Tus designios celestes
Para como hijos, con Él estar.
En tu propia casa, do el amor divino,
Llena de esplendor los aposentos;
Mas el amor que tuyos nos hizo es
De esta casa el ornamento
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